Ruanda, el camino a la dignidad

Marina ribel
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La periodista soriana Marina Ribel viaja al país africano junto a Gemma Nierga para grabar cinco reportajes emitidos en Telecinco

Aterrizamos en el aeropuerto de Kigali antes de las seis de la tarde. El avión de KLM que habíamos cogido en Ámsterdam, ocho horas antes, aún tenía que seguir su ruta hasta Uganda. Nos bajamos un tercio de los pasajeros del avión, parecía una noche cerrada y Ruanda nos recibió con una fortísima tormenta. Enseguida descubriríamos que oscurece a las cinco de la tarde y que el breve e intenso diluvio, poco antes del anochecer, era la particular forma que tenía este país de avisarnos del final de la jornada. 

Era mi segunda vez en África subsahariana, mi cuarto país. Para nosotros -blancos, ricos y occidentales- África es un todo. Sin embargo, el África negra es inmensa, inabarcable, sencilla y compleja. África son miles de años de humanos desplazándose de un lugar a otro, son infinidad de etnias, religiones, tribus y comunidades que, en un determinado momento, la Historia segmentó, enfrentó, esclavizó y arruinó. Y de riqueza, con su posterior ocupación y desdicha, saben mucho en Ruanda.

Nunca me he sentido tan blanca como en aquella aldea de Togo, Amenoudji, que visité en 2015. Juraría que en ese momento, en España, antes del viaje, me veía hasta morena.  El continente tiene tanta luz que todos los colores se potencian, y el blanco se hace aún más blanco. Ahora, en 2018, he visto el verde más verde. Que a Ruanda se le conozca como el país de las mil colinas no es ni una metáfora, ni una hipérbole. De Kigali a Nyanza y de Nyanza a Rabavu subí, bajé y vi como poco un millar. Colinas verde trébol, casi brillantes, con plataneras y cultivos de caña de azúcar y de arroz. Y la gente. Su gente. Ellos sí que encajan en el paisaje. Con su vestimenta colorida, sus movimientos ligeros y naturales. Casi siempre caminan y muchas veces también esperan. Lo explicó Kapuscinski en ‘Ébano’: el europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente. Para los europeos funciona independientemente del hombre, su existencia es objetiva y sus parámetros medibles. Depende de él y se siente su siervo. Para los africanos, el tiempo es una categoría abierta, elástica y subjetiva. El ser humano lo controla e influye en él. 

‘Un nombre, una vida’. En mi corta experiencia en África subsahariana es el concepto del tiempo, la presencia en la vida, o no, del reloj, lo que ha construido realidades cotidianas tan dispares en ambos continentes. Por ejemplo, en este viaje, salíamos del hotel en el momento en el que llegaban todos los miembros del grupo y no a la hora que habíamos quedado. Las reuniones empezaban cuando la sala se llenaba y las entrevistas terminaban cuando el doctor estaba cansado. El hombre controlando el tiempo y ejerciendo su poder sobre él. Y yo respirando profundamente, con el diafragma,  para que no se me dispararan los nervios, súbdita de él.

¿Pero de qué iban estas reuniones y entrevistas? Viajé a Ruanda en un viaje de trabajo financiado por Unicef. El objeto era realizar una serie de reportajes sobre la mortalidad neonatal que se emitirían en El Programa de Ana Rosa, para el que trabajo. La nueva campaña de Unicef -‘Un nombre, una vida”- se centra en los 7.000 niños que mueren al día antes de cumplir un mes. Muchos, se van sin nombre. Hay lugares en el mundo en el que los padres deciden no poner un nombre a sus bebés durante los 30 primeros días porque tienen miedo a que no sobrevivan. Este fue el pretexto de un viaje en el que aprendí mucho más.

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