Inés Crespo, niña de la guerra

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La residente en Soria Inés Crespo Peña forma parte de los casi 3.000 menores evacuados a la unión soviética en la contienda civil

Inés Crespo, niña de la guerra - Foto: Eugenio Gutierrez Martinez

«Y el cuento es, niña...». Con esta expresión, Inés Crespo Peña (94 años), residente en la capital soriana desde hace unas semanas, enlaza cada uno de los capítulos de su vida. Una crónica existencial que detalla con precisión. Aborda cada etapa con una sonrisa y una mirada que denota la pasión por contar su historia. Fue una de los casi 3.000 menores españoles que en la Guerra Civil fueron evacuados a la Unión Soviética. No quiere que quede en el olvido. Es una 'niña de Rusia' y guarda un recuerdo «magnífico» de aquella etapa de su infancia, adolescencia y juventud. Admite que tuvo «suerte», más que los dos hermanos que le acompañaron en aquel largo viaje que los marcaría para siempre. La ONU (Organización de las Naciones Unidas) calcula que más de cuatro millones de ucranianos han huido de su país desde el inicio de la invasión rusia a finales de febrero. E Inés contempla con «mucha pena» lo que considera una guerra «fratricida». Solo tiene buenas palabras para Ucrania, Rusia, Estonia... los países en los que vivió durante dos décadas, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) abarcaba un centenar de nacionalidades. «Putin es un tío cabrón», refiere sin paliativos. Y continúa: «Con lo bien que los ucranianos nos trataron a nosotros [los 'niños de la guerra']».

El 'cuento' de Inés Crespo Peña comienza en 1928 en su pueblo natal, Sestao, aunque su familia pronto se traslada a Baracaldo, ya que su padre, emigrante de Valladolid, trabajó en los Altos Hornos de Vizcaya. Su madre, también castellana de un «pueblito de Burgos», enviuda antes de la Guerra Civil, ya que el padre de Inés fallece en un accidente laboral. Cuando estalla la contienda española en 1936, la mujer se encuentra sola con cinco hijos pequeños. «Así que cuando pasó la Cruz Roja por Baracaldo, mi madre nos envió a los tres pequeños con ellos, en principio, con la idea de que nos quedáramos en Francia, donde teníamos familia», rememora. No había cumplido nueve años Inés (sus hermanos contaban con diez y seis años), cuando en junio de 1937 formó parte de expedición de más de 4.000 niños embarcados en Santurce junto con auxiliares, maestros, médicos... en el buque Habana con destino al puerto francés de Pauillac. Desde allí, casi 1.500 menores continuaron viaje hasta Leningrado en el carguero Sontay, de bandera francesa.

«Mi madre pensó que nos quedábamos en Francia, pero nos metieron en las bodegas del Sontay y fuimos a Rusia», explica. Allí, la separaron de sus hermanos. A ella la llevaron a una casa infantil en Crimea, «a un sitio maravilloso», ensalza, y a sus hermanos, a Jersson (Ucrania). «En Crimea estuvimos descansando, estudiando ruso... Y yo reclamé a mis hermanos. Cuando empezó el curso en septiembre nos llevaron a Odessa, donde aprendí muchísimo... hasta a nadar en el Mar Negro [...] Allí conocí a Dolores Ibárruri», relata. La estancia en aquella casa infantil [llegó a haber una veintena en la URSS en las que acogieron a los pequeños españoles] se prolongó hasta el principio de la II Guerra Mundial, cuando fueron evacuados a los alojamientos de la retaguardia. A Inés le tocó en Saratov (puerto del Volga), donde pasó unos años de duro trabajo, pero siguió formándose hasta que, terminado el conflicto bélico, pudo ir a estudiar ingeniería de obras públicas a Moscú. Ya en la capital rusa -se detiene en la despedida a Iósif Stalin, en la Plaza Roja moscovita, cuando el dictador murió en 1953-, invitada por su paisana vizcaína Carmen Balboa, fue a pasar unas vacaciones a Estonia, donde conoció a su marido, se casó y nació su hijo Antonio, en 1956, el mismo año en el que Inés se reencontró en Baracaldo con su «querida madre». Regresó al país báltico, pero al poco tiempo decidió su vuelta definitiva a España, con su niño de un año, ya que su marido no quiso emigrar. «Estaba amargado porque su padre fue encarcelado y desapareció en tiempos de Stalin», comprende.

mujer libre. Se define como una mujer «libre» y defiende que cuando ella vivió en la Unión Soviética existía una «igualdad» entre hombres y mujeres, al menos en oportunidades académicas y laborales, impensable en el régimen franquista. Una vez en España, tras un corto periodo como empleada de corte y confección en Bilbao, se trasladó a Madrid. En la capital española fue «muy, muy feliz» y trabajó como ingeniera en el laboratorio del Centro de Estudios Hidrográficos (Ministerio de Obras Públicas) en Doctor Fleming y vivió en la castiza calle Larra. 

Ya jubilada, se trasladó a la Costa del Sol, donde reside su hijo. Pero el médico le aconsejó hace más de un año alejarse de ese ambiente cálido y «abrasador» para proteger su dermis «blanca» y «fina». Esa piel que ha soportado las gélidas temperaturas de Ucrania, Rusia, Estonia... la humedad del País Vasco... el clima mediterráneo continental de Madrid... el calor de Málaga... y los rigores meteorológicos de las decenas de países por los que ha viajado. 

El destino fue Soria. Primero, durante una estancia temporal el pasado verano en la Casa Diocesana. Finalmente, «enamorada» de esta tierra, esta primavera se estableció en el barrio de Santa Bárbara. No se arrepiente de su decisión. Pone el acento en la «acogida» de los sorianos, de sus vecinos... «Aquí se interesan por conocer mi historia [...] Fui una refugiada en Ucrania, en Rusia..., claro que sí, niña. Tuve suerte y me gusta contarlo», subraya.