Separados por el muro de la vergüenza

Yemeli Ortega (EFE)
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Miles de palestinos se encuentran desde hace dos décadas hacinados y en tierra de nadie por una imponente barrera que rodea Jerusalén e impide el libre tránsito desde Cisjordania

La muralla sigue extendiéndose sobre el territorio conforme pasa el tiempo - Foto: EFE/Yemeli Ortega

«Sueño que vuelo como los pájaros, elevándome sobre todas las fronteras», dice la canción que compuso Mohamed Hmoud, un palestino nacido y criado en el campo de refugiados de Shuafat, que junto a otros barrios de Jerusalén este está aislado del resto de la ciudad hace dos décadas por un imponente muro de hormigón gris.

Tras los atentados suicidas de la Segunda Intifada (2000-2005), Israel emprendió en junio de 2002 la construcción de su colosal «valla de seguridad», que impide el libre tránsito desde Cisjordania ocupada y es conocida entre los palestinos como «el muro del apartheid». Veinte años después, la muralla sigue alargándose y actualmente cubre unos 600 de los 720 kilómetros proyectados, según cifras oficiales.

La serpenteante barrera, considerada ilegal por la ONU, se eleva en algunos tramos como una ola de cemento de hasta 10 metros con una cresta de alambre de espino, y en algunas zonas rurales, se convierte en reja electrificada.

En su trayecto, se adentra sobre Cisjordania -recortándole casi el 10 por ciento del territorio- y mutila a Jerusalén oriental, dejando del otro lado a un puñado de barrios jerosolimitanos palestinos como Kufar Akab o el campo de refugiados de Shuafat, donde vive Hmoud.

«Estar de este lado del muro es vivir en una gran cárcel: hay soldados que, si quieren, te dejan pasar por el puesto de control, y si no, simplemente te quedas atrapado aquí», asegura este ingeniero musical de 25 años. Establecido por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (Unrwa) en 1965, este campamento -hoy parte del tejido urbano de la ciudad- fue ilegalmente ocupado y anexionado por Israel en 1967 al igual que todo Jerusalén este.

«Debemos pasar por un chequeo de seguridad todos los días, como en un aeropuerto. Si trabajas fuera del campo de refugiados y debes llegar a las 08,00 horas, tienes que salir de casa a las 05,00 aunque estés a un par de kilómetros», deplora Hmoud, que al igual que el resto de los jerosolimitanos palestinos no tiene ciudadanía israelí pero sí una residencia legal que le permite moverse por ambos lados de la valla.

Según el investigador Aviv Tatarsky, de la ONG hebrea Ir Amim, la decisión de dejar estas comunidades fuera del muro obedece, entre otras cosas, a la voluntad de Tel Aviv de reducir la población palestina de Jerusalén para impulsar mayor demografía judía. Israel considera la ciudad santa como su capital, mientras que los palestinos reivindican el lado este como el bastión de su futuro Estado.

Jessica Montell, directora de la organización HaMoked, coincide en que la muralla sirve para «evitar cualquier desafío a la soberanía de Israel» en la urbe. Este propósito se hizo evidente en 2017, cuando el partido derechista Likud intentó aprobar una ley para desconectar de Jerusalén estas áreas palestinas y anexar, en cambio, algunos asentamientos judíos. Por otro lado, el denominado Acuerdo del Siglo, impulsado en 2020 por el expresidente estadounidense Donald Trump y apoyado por Israel, propuso utilizar la barrera como frontera definitiva y dejar a estos barrios extramuros bajo control palestino.

Sin servicios básicos

El desdén por parte del Ayuntamiento de Jerusalén hacia estos suburbios los ha convertido en tierra de nadie, dejándolos desprovistos de seguridad, reglamentación y servicios públicos.

La basura se acumula en los rebosantes contenedores que obstruyen las polvorientas calles sin pavimentar, las familias sufren cortes de agua y luz, los niños no tienen educación suficiente, y mucho menos espacios de recreación.

«No hay hospitales, solo clínicas elementales. Y las ambulancias no tienen permiso de entrar cuando hay pacientes críticos», lamenta el doctor Salim Anati, director del centro de discapacitados del barrio. Además, las fuerzas de seguridad permanecen indiferentes ante la rampante criminalidad, el elevado consumo de drogas y la presencia de armas.

Otro de los cánceres de estas comunidades es el hacinamiento. Miles de palestinos han inmigrado desde otras zonas de Jerusalén este en busca de un menor costo de vida o de garantías de que, ante la ausencia del Estado, Israel no demolerá sus hogares, como ocurre en otras áreas.

Por otro lado, los jerosolimitanos palestinos evitan migrar a otras ciudades en Cisjordania ocupada como Ramala o Nablus -que ofrecen una mejor calidad de vida- porque perderían su estatus de residentes en Jerusalén, y con ello, la posibilidad de seguir atravesando el muro.

«La gente aquí vive en casas muy pequeñas, uno encima del otro. Puedes escuchar, oler y ver todo lo que hace tu vecino», explica Hmoud. «Esto se llama violencia estructural, no tienes libertad ni en tu propia casa, donde se supone que puedes ser tu mismo», añade.

Jaber Mohasen, un veterano habitante del campamento que, a diferencia de Hmoud, conoció la urbe sin el colosal cemento, siente que desde su construcción «todo cambió». «No podemos movernos libremente, tenemos problemas económicos, sociales y daños psicológicos», se queja, y no titubea al describir el barrio como «un gueto». El muro, dice, es solo la punta del iceberg de la «tragedia» de los palestinos en Jerusalén: «No tenemos dignidad en nuestra propia ciudad».