#DosAñosCovid: Cuando la vida gana al virus

Nuria Zaragoza
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Entre los tres suman diez meses de ingreso luchando contra el virus. Tres supervivientes Covid, y su familia, comparten recuerdos

#DosAñosCovid: Cuando la vida gana al virus - Foto: Eugenio Gutierrez Martinez

Son la memoria de la pandemia vivida en primera persona. El testimonio de un cruel recuerdo. El relato de un calendario al que le han arrebatado los días sin pedir permiso. Sin ni siquiera vivirlos. Pero sus palabras son también retentiva de ilusiones. Reminiscencia de esperanza. Un delirio entre la vida y la muerte, donde la vida gana. 

Entre emociones, al filo de la piel, bordeando los sentimientos, emergen las palabras. Y lo que prometía ser una tertulia de supervivientes covid se convierte en un regalo de amor. O, mejor dicho, en cinco historias de amor. La de tres personas que decidieron no rendirse ante una enfermedad despiadada y la de algunos de sus familiares, «pilares» de estas tres biografías que se han visto marcadas por un «bicho» llamado coronavirus. 

Acceden a 'regalar' su historia a El Día de Soria cuando todavía miles de corazones en el mundo permanecen oscurecidos por el covid. Y lo hacen para lanzar un mensaje de esperanza. Porque ellos son la prueba de que se sobrevive a una pandemia. De que se puede superar la covid-19. De que, en realidad, con amor, se puede sobrevivir a casi todo...

Silvia Aceña (47 años) y Saturnino Martín (61 años) superaron la enfermedad provocada por el SARS-CoV-2 en la primera ola epidemiológica, cuando todo era desconocido y el mundo se enfrentaba al virus bajo la premisa de prueba-error. A Pedro García Pérez (55 años) el coronavirus le hirió en la tercera, con más conocimiento pero con la misma agresividad. María Ángeles Soria y Marta Ballano Miguel son las mujeres de Saturnino y Pedro. Les acompañan el día de la tertulia y acceden a participar para aportar el punto de vista de la familia, cómo es sufrir la covid al otro lado de la camilla de un hospital y en medio de una pandemia que, en ocasiones, impide incluso dar la mano. 

LOS PRIMEROS EN ENFRENTARSE A LO DESCONOCIDO

Silvia Aceña ingresó aquellos días en los que el mundo vivía peligrosamente ignorando al virus. Era el 10 de marzo de 2020 y lo que parecía una gripe se confirmó días después -bastantes días después- como covid-19. Porque entonces, recuerda con ironía, «si no habías estado en Wuhan, no eras caso sospechoso, y yo no había estado en China». Su placa de tórax «limpia» también lo descartaba, porque aquellos días el covid se vinculaba solo a patologías respiratorias. Hasta que empezó con tos y decidieron hacerle una PCR. Pero entonces las pruebas viajaban hasta Majadahonda y los resultados tardaban cinco días en llegar, por lo que su confirmación se demoró en el tiempo, lo que se tradujo en complicaciones con su diabetes y en un periplo entre plantas limpias y sucias, con 'parada' de cuatro días en la UCI. «Estuve en la sexta [planta] A, B, UCI, Cirugía y otra vez sexta B», relata. 

Ella siempre estuvo consciente, por lo que intuyó el peligro desde el primer momento. El suyo propio, escondido en unos pulmones que le asfixiaban. Y el de un hospital vacío de visitas pero lleno de pacientes y de miedos, «con camas hasta en la sala de espera». «Tengo una sensación extraña y desagradable, que no me gusta recordar. Estaba sola en la habitación y veía a las compañeras [ella es enfermera] sin protección, que no paraban ni un minuto... Mi familia estaba en casa también infectada...», rememora entre lágrimas, al tiempo que no olvida a una sociedad que se volcó donando material, cosiendo mascarillas, haciendo batas para los sanitarios con bolsas de basura... 

Tras casi un mes de ingreso, logró salir del hospital, «con 20 kilos menos». Su primera visión fue una Soria fantasma. Porque mientras ella se debatía entre diagnósticos médicos, el presidente del Gobierno había decretado el primer estado de alarma para frenar al virus.

recuerdos  DE DÍAS BORRADOS

Tras varias consultas al médico de cabecera porque «no se encontraba bien», llegó un momento en que Saturnino Miguel no se «tenía en pie». Su mujer llamó a la ambulancia para que lo trasladaran desde su casa, en Cabrejas del Pinar, al hospital. Pero «estaban todas ocupadas», recuerda María Ángeles, así que fue su hija la que asumió aquel duro viaje. Era el 19 de marzo de 2020 y Satur tardaría 111 días, hasta el 7 de julio, en volver a ver esos pinares en los que ha ejercido como agente forestal. Un oficio que, teme, la covid le va a arrebatar ya que, cumplidos dos años, sigue sin poder pisar el monte sin caerse. Su pierna no responde. Y eso que a diario se empeña por recuperar todo lo que el virus le ha quitado, apunta su mujer, quien destaca la «fuerza de voluntad» para, «día tras día», caminar durante horas y repetir la rehabilitación que le hacían en el hospital.

Satur permaneció en UCIdurante 82 días. 'Viviendo' entre sueños, «todos malos». 'Jugando' continuamente a traspasar la línea entre la vida y la muerte hasta que, tras tres intentos fallidos (superó  tres paradas cardiacas), ganó la batalla. De aquellos días no recuerda apenas nada. Su memoria es la de su mujer, que repasa aquellas llamadas diarias con el parte médico. Porque en aquella primera ola ni siquiera podían verse. «Se vive mal, con mucha angustia porque no lo podías ver, pero tengo que agradecer a los médicos y enfermeras que nos llamaban todos los días. Eran muy amables y, dentro de la gravedad, intentaban tranquilizarte y animarte», agradece María Ángeles. El 7 de julio, con 18 kilos menos y una cuerpo que no le respondía, volvió a su pueblo, donde le recibieron en un acto que «nunca olvidará». 

CUANDO FAMILIA Y SANITARIOS  ACTÚAN SUJETANDO TU VIDA

En la vida de Pedro García hay 90 días borrados. Literalmente, borrados de su mente. Lo último que recuerda es ingresar en Urgencias y, a partir de ahí, se hizo el silencio, una oscuridad inmensa solo interrumpida por «una luz blanca» que le hizo pensar que empezaba «a entrar en el túnel», rememora entre risas. Porque hoy sabe que esa luz eran los focos de una UCI que le empujó al lado de la vida. Allí entró el 3 de febrero de 2021, apenas unas horas después de que le diagnosticaran covid. Su madre había dado positivo y, al rastrear el caso, se detectó que toda la familia se había contagiado. «Él, en cuestión de dos o tres horas, se puso fatal. Empezó a subirle la fiebre y se iba agotando hasta que llamé a la ambulancia. Vino enseguida y lo metieron directamente a la UCI», recuerda su mujer, Marta, quien también cogió «el bicho» pero, en su caso, lo pasó «sin más». 

A partir de ahí, Pedro acumuló 143 días de hospitalización. Primero en el Santa Bárbara, en la UCI, y después en el Mirón, donde hizo la rehabilitación. Entró con 118 kilos y salió con 84, con una herida en la garganta que [como a Satur] le recordaba que durante un tiempo una máquina le mantuvo vivo, con una escara en la espalda que evocaba sus eternos días encamado, y con ayuda para poder andar. «Cuando el médico de la UCIme dio el alta yo me creía que me iba a casa. No me había dado cuenta hasta entonces que no podía ni mover un dedo», relata, recordando el devastador efecto del SARS-CoV-2 en su musculatura.

Ese golpe de realidad fue un varapalo pero, también, un regalo. Porque, como Silvia, como Satur, como los más de 1.600 pacientes covid que han recibido el alta en estos dos años de pandemia, fue la prueba de que «¡estamos aquí!», felicitan juntos. 

La «obsesión» que Pedro sentía por su hijo en aquellos momentos tan duros le dio alas para sobrevivir. El apoyo de su mujer «día tras día» [al ser en la tercera ola le dejaron estar con él todo el tiempo] le mantuvo el aliento en esos 90 días de sueño maldito en la UCIy casi dos meses de rehabilitación. Yla gran noticia que recibió cuando despertó -«¡iba a ser abuelo de nuevo!»- fue el impulso para recuperarse. Cada uno se aferró a lo que pudo pero todos coinciden en quién ocupó su mente cada día de lucha: la familia. Porque, admite Pedro, si algo le ha enseñado este tiempo de 'retirada' es que «la familia es lo más importante» y que él es un «abuelo moñas», explica entre risas, al tiempo que muestra sus dos brazos con los nombres de sus nietos tatuados. Se marcó la piel con lo que más le importa tras salir del hospital. En el pecho, a la derecha, sumó otra inscripción más: Marta. Ella ya lo había hecho antes. Mientras Pedro 'dormía' se tatuó 'Jaque' (como llaman a su marido en Tardelcuende). 

«¿Qué leches tienen los nietos?», apoya Satur con una sonrisa, al tiempo que explica que él siempre ha sido «más duro que una piedra» en el terreno emocional pero, tras vivir una experiencia tan límite, el corazón se ablanda y la lista de prioridades, aunque no cambia, sí se ratifica. «Vivir día a día, la familia es lo más bonito y, al dinero, ¡que le den morcilla!», enumera sobre sus preferencias y la enseñanza que le deja esta 'aventura'. 

«Yo la vida la tenía muy clara ya antes pero, con esto, la tengo mucho más. Hay que vivir el día a día y disfrutar de la familia», le apoya Pedro, quien, respaldado por su mujer, reconoce también que esta experiencia les ha servido para saber que «le importas a mucha gente» y conocer a «los amigos de verdad». 

«Lo importante es vivir el día a día y, también, aceptar lo que viene y aprender a vivir con ello, porque las secuelas que tenemos después de dos años son para ti y hay que aprender a vivir con ellas lo mejor que se pueda», añade Silvia, sin olvidar la 'herencia' que la enfermedad le ha dejado. Porque aunque los tres apuestan por poner una sonrisa,por quedarse con lo bueno y por mirar atrás solo para impulsarse, hay cosas que permanecen... 

Hace ya tiempo que los tres negativizaron la covid-19, pero no algunas secuelas, que se resisten a abandonar su cuerpo y les persiguen con dolores musculares y de las articulaciones, extremidades cansadas y dormidas, hormigueo, cansancio... «un montón de cosas raras», apunta Silvia de forma simpática, también resignada. Porque, admite, «esta enfermedad afecta a absolutamente a todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Yo he tenido secuelas a largo plazo que no puedes imaginar. Empiezo desde el pelo, que se me cayó todo, hasta el dedo gordo del pie, que se me caían las uñas. Hematomas, problemas de piel, problemas de oído (si hay ruido oigo pero no entiendo), no me salen las palabras a veces, afonía...», enumera sobre las secuelas. Satur añade que a él sus piernas aún no le responden, el temblor de sus manos se ha intensificado, y también los problemas de memoria. Las fuerzas ya no son las que eran y «cuesta mucho más hacer las cosas». Unas limitaciones que le mantienen de baja y que posiblemente le llevarán a que le den una incapacidad para trabajar del 75%. «¿Hay derecho a que, después de más de 40 años cotizados, por una enfermedad de estas, no te den la absoluta [del 100%]?», se pregunta. Y aunque todos comparten que es «injusto» insisten también en que su prioridad ahora no es el dinero, sino la salud.

La conversación fluye fácil. Entre risas. También lágrimas. Entre emociones compartidas. Entre sensaciones que no se olvidan. Todos recuerdan los silencios eternos, el trasiego de los profesionales sanitarios sin descanso, las gelatinas -que Satur ha aborrecido-, a las enfermeras -todas, sin distinción, con una «dedicación y vocación» encomiable-, a María, la fisio, a los electromiogramas, al doctor Romero -y a todos los médicos que les salvaron-, al personal de limpieza que «animaba día tras día», a la «auxiliar gallega» que no descansó hasta que Satur se puso en pie...  «Yo nunca voy a olvidar el trato humano que recibí, lo tendré para toda la vida», asegura Saturnino Miguel. Es el recuerdo 'bueno' que permanece también en la memoria de García Pérez, «el trato fabuloso de la gente». El agradecimiento de Aceña se llena de lágrimas. Porque ella sabe lo que es vivir eso desde los dos lados de la cama, el del paciente que sufre y el del sanitario que cuida. Precisamente por ello elogia el esfuerzo de todos sus compañeros que lucharon -que siguen luchando- por sacar adelante una pandemia «sin protección, sin descanso, agotados física y mentalmente, y sin ni siquiera que se reconozca como enfermedad profesional...». Al final, todo se remite a un ejercicio de amor...