La verdad de una granja de cerdos

M.H. (SPC)
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A pesar de la imagen que tiene la sociedad de estas explotaciones, muchas veces deformada por intereses de algunos colectivos, lo cierto es que los animales están tranquilos y cuidados

La verdad de una granja de cerdos

No es sencillo para la prensa entrar en una explotación intensiva de porcino, y las razones principales son dos. La primera de ellas es la bioseguridad. Estas granjas restringen enormemente las visitas para proteger a los animales de posibles patógenos externos que podrían originar brotes de enfermedades difíciles de erradicar y que supondrían un gran golpe a la rentabilidad de la instalación. Y cuando se consigue entrar hay unos estrictos protocolos de desinfección destinados a minimizar los riesgos. Tuberculosis, peste porcina africana (PPA) y otras afecciones mantienen a los ganaderos en constante alerta.

La otra razón es simplemente que los profesionales prefieren que no se vea cómo trabajan. Pero no porque tengan nada que ocultar, sino porque entienden que la mayor parte de la sociedad está tan distanciada de este tipo de labor que temen que cualquier imagen tergiversada pueda suponer un nuevo varapalo para un sector que cumple escrupulosamente las leyes que marcan la Unión Europea y España y que debería tener la oportunidad de mostrar con orgullo su trabajo sin que prejuicios infundados echen por tierra su imagen.

Cultum ha podido entrar en una de estas explotaciones. El ganadero, que prefiere no revelar su identidad, ha accedido amablemente a mostrar los quehaceres habituales en una granja de producción de madres, es decir un lugar en el que 2.500 cerdas paren lechones que, si son machos, se llevan a cebaderos y, en el caso de ser hembras, se destinan a granjas de madres para producir más ejemplares para el engorde y el sacrificio.

La verdad de una granja de cerdosLa verdad de una granja de cerdosEl ganadero, al que llamaremos Paco, habla del profundo desconocimiento que hay en la sociedad en general acerca de lo que supone criar animales y la diferencia entre los que son de producción y los que no. «Es evidente que estos animales estarían mejor sueltos en una dehesa, como los cerdos ibéricos, pero, aparte de las dificultades de manejo que eso implica, ¿estaría la gente dispuesta a pagar tres o cuatro veces más caro el lomo en la carnicería?». Y en este asunto surge, además, otra cuestión: ¿habría territorio suficiente para convertir en extensivas todas las explotaciones intensivas que tenemos en España?

Lo que parece evidente es que el modelo intensivo, hoy en día, es indiscutiblemente necesario. Es un modelo con el que seguramente se han cometido errores en el pasado, pero que actualmente está regido por un normativa que garantiza el bienestar de los animales y la sanidad alimentaria como nunca antes en la historia se había garantizado.

«Los cerdos están cuidados, tranquilos, alimentados, con temperaturas, densidades y horas de luz controladas según la ley», dice Paco; y nada en las instalaciones desmiente sus palabras. «El problema es que en una granja de 2.500 animales siempre surge una imagen que es poco agradable y esa es la que explotan grupos animalistas y otros colectivos para atacar al sector sin conocerlo. Algunos lechones pueden morir aplastados por su madre, también algunas madres mueren de manera natural (alrededor de una decena al mes en toda la planta)… Pero son episodios anecdóticos. Yo quiero que mis animales estén bien porque eso es lo que me va a garantizar la rentabilidad».

La verdad de una granja de cerdosLa verdad de una granja de cerdosLos servicios veterinarios vigilan que todas las normas se cumplan y que el ganado esté en buen estado de salud. Los propios de la empresa integradora para la que trabaja Paco pasan una o dos veces a la semana para verificar que todo está como debe. Y el gobierno regional también lleva a cabo inspecciones, unas veces con cita acordada pero otras sin avisar, para comprobar que no se infringe ninguna norma en cuanto a bienestar animal. La higiene es muy importante y los recintos se limpian periódicamente.

Respecto a este aspecto del bienestar animal, Paco hace hincapié en la iniciativa que hay en Bruselas para prohibir las jaulas. «Habría que comprobar científicamente si la ausencia de jaulas beneficia a los cerdos en todas las circunstancias. Si las madres recién paridas no tuvieran una que las separara de sus lechones, muchos más de ellos morirían aplastados por sus progenitoras. Si los adultos estuvieran todos mezclados sin control, se multiplicarían las peleas con lo que ello conlleva: estrés, heridas, infecciones, abortos… Eliminar las jaulas puede parecer lo más adecuado para quien no conoce este trabajo, pero los que estamos metidos en ello no lo vemos tan claro».

Una prueba de ello son las jaulas de las reproductoras. Se abren y cierran a demanda del propio animal, de manera que pueden salir a un patio central en el que pueden moverse con total libertad. Pero lo cierto es que durante la visita más de 95% de las cerdas no se movieron de sus jaulas, en las que se mantuvieron tumbadas con total serenidad; todo lo más que hicieron fue algún movimiento de cabeza para echar un ojo a los invitados.

El caso es que en la explotación de Paco los cerdos están aparentemente tranquilos y bien cuidados. Cuenta con una zona de partos; otra en la que las madres pasan la gestación y el tiempo entre embarazo y embarazo; otra más en la que los lechones, ya destetados, crecen hasta que son trasladados a otras instalaciones de la empresa integradora (cebaderos o granjas de madres); y una última área de recría en la que crecen nuevas madres, hijas de las propias «abuelas» de la granja, para reponer las bajas que se producen de manera natural.

Entre todos estos animales (2.500 madres en producción más sus lechones y las hembras para la recría) copan la máxima capacidad permitida para una planta intensiva de porcino en España. Los efectos en el entorno, más allá del impacto visual, parecen inexistentes. El olor lógicamente resulta desagradable para quien no está habituado, pero la distancia con la población más cercana hace que no cause ninguna molestia a sus habitantes. Y los purines son debidamente almacenados en una balsa aislada con prolipropileno que impide que haya filtraciones al subsuelo; además son usados para abonar los terrenos del entorno.

Paco, cultiva cereal en los alrededores de la granja. «Solo abono con purines, a principios del otoño y a principios de la primavera. No uso ningún fertilizante más y el rendimiento por hectárea es siempre mayor que el de otros agricultores de la zona». Con las tierras que labra no hay suficiente extensión para utilizar todo el subproducto que sale de la planta, pero otros profesionales se aprovechan de ello. Paco lo apalabra con los interesados y les facilita una cuba con la que transportar y extender el purín; ellos solo tienen que llenar la cuba y llevarla hasta sus tierras.

«Aparte de los elementos que traen los fertilizantes químicos, el purín aporta materia orgánica y eso se nota mucho», dice Paco. Sin embargo, lamenta que muchos agricultores no quieran saber nada. «No salen de su sota, caballo y rey con los productos químicos. Es necesario que haya un entendimiento entre agricultores y ganaderos para mejorar la gestión de los purines. Y también es necesario que las autorizaciones para nuevas granjas se den en zonas que puedan soportarlas. Hay áreas de Cataluña y Aragón en las que no tiene sentido poner más, pero en este pueblo (una localidad cualquiera del interior de la Península), por ejemplo, hay 4.000 hectáreas de cultivo y para lo que sale de mi granja son suficientes 400. Manteniendo distancias entre explotaciones y con los núcleos urbanos, por poner, se podrían poner diez en total sin perjuicio para el medio ambiente. No es cuestión de hacer eso en todos los pueblos, pero tampoco es cuestión de oponerse a estas granjas porque sí».

Y una razón para tomar en consideración estas instalaciones es la creación de empleo. Muchas de las plataformas se oponen a ellas aduciendo que las promesas de dar trabajo no son ciertas. Pero Paco, que lleva la granja con su hermano, ocupa a doce trabajadores. Doce trabajadores que viven en los dos o tres pueblos más cercanos (en una comarca que no anda, ni mucho menos, sobrada de habitantes), que cuentan con un sueldo digno y un horario similar al de cualquier otro trabajador. Además, físicamente no es una labor especialmente exigente. «Cada vez está todo más automatizado", explica Paco. «Los trabajos físicos van siendo menos». Eso sí, las mujeres no quieren saber nada de estas granjas. «Les cuesta entrar», dice Paco, que, obviamente, no tendría ningún inconveniente en contratarlas si buscaran este tipo de trabajo. Si la explotación de Paco da trabajo a doce personas en una zona que difícilmente llega a los 500 habitantes, dos o tres plantas más como la suya supondrían mucho.

Otro aspecto a tener en cuenta es el gasto de recursos. La calefacción para mantener una temperatura adecuada en invierno gasta biomasa, concretamente astillas. La electricidad para los aires acondicionados en verano (sí, los cerdos tienen aire acondicionado) o las luces sale de la red, pero próximamente la granja va a instalar placas solares, de manera que se podrá cubrir la mitad de la demanda. «Mi granja tiene ya diez años», explica Paco. «Las que se montan nuevas, en general, ya cuentan con placas para autoabastecerse».

Por lo que parece, esta granja (hay quien la denominaría, con poco acierto, «macrogranja», ya que no pueden montarse instalaciones más grandes actualmente en España) no supone un problema para la comarca. No hay carteles en los pueblos de la zona pidiendo que se cierre o que no se instalen más. Ofrece empleo a habitantes locales, con lo cual mantiene población. La gestión de los purines es impecable y no solo no daña al medio ambiente, sino que beneficia a los labradores de la zona. Los animales se crían cumpliendo la normativa de bienestar animal. Los antibióticos que se usan son cada vez menos.

En principio parece que la ganadería intensiva no es un problema en sí. Puede llegar a serlo en áreas donde se produce una gran acumulación de instalaciones, como ocurre en algunas comarcas, pero está en manos de las administraciones establecer unos límites para que esos errores no puedan cometerse y para controlar que cada granja cumple escrupulosamente la ley.

El bienestar animal es el que es. Los animales están cuidados, atendidos; sin duda, mucho mejor que hace unos lustros. Por supuesto que podrían estar mejor, pero al ganadero no se le puede pedir que se exceda en el cumplimiento de la normativa. Los colectivos (o ministros) que consideren que han de mejorarse las condiciones deberían dedicarse a promover cambios en las leyes y no a hostigar a un sector que es un ejemplo en el mundo. Y ser conscientes de que ese tipo de cambios, a los que los ganaderos no se oponen, casi con seguridad llevarán aparejados incrementos en los costes de producción que deberá asumir el consumidor si es que la administración no ayuda a los profesionales para acometerlos.

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