Editorial

Legitimación y dignidad para el nuevo Tribunal Constitucional

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La jura o promesa de los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional ante el Rey permite retomar una senda de respeto por los procedimientos que emanan de la Carta Magna. Sin embargo, la crisis institucional vivida en los últimos meses y los argumentos esgrimidos por los diferentes actores en este conflicto han dañado (veremos si irremediablemente) el prestigio de una institución llamada a ser uno de los pilares del sistema de libertades abierto en España en 1978. Por ello, su primera tarea debe ser fortalecer su legitimación honrando el mandato de independencia, imparcialidad y dignidad que emana de la Carta Magna y de la propia ley orgánica que lo regula. 

La conformación institucional de España es homologable a cualquier democracia occidental. No existe una excepción española, como proclaman populistas y propagandistas de los viajes constitucionales a ninguna parte. En concreto, las cuestiones referidas al órgano de garantías están inspiradas en la Ley Fundamental de Bonn, la Constitución italiana e, incluso, de los textos de la II República española. El núcleo de su configuración descansa en la exigencia de mayorías cualificadas para el nombramiento de los magistrados en la idea de que accederían a la máxima responsabilidad las personas más preparadas técnicamente y que generasen en torno a sí el mayor consenso. Sin embargo, los partidos políticos han pervertido el sistema transformando la exigencia de acuerdo en un reparto acrítico de sillones en el que se valora más la adscripción ideológica que la calidad técnica del trabajo. 

El culmen de esta corrupción constitucional es la falacia de argumentar que la composición del tribunal y sus decisiones deben verse condicionadas por las mayorías políticas surgidas de las urnas en un peligroso ejercicio de populismo que rechaza los contrapoderes y ubica un supuesto mandato democrático por encima de la ley y de la propia constitución. Desgraciadamente, la historia cuenta con suficientes ejemplos de mayorías que se imponen tiránicamente al derecho atropellando la razón. 

No es la herramienta la que presenta defectos, sino que los problemas de legitimidad derivan de la utilización que de ella hacen los diferentes actores implicados. Por ello, el principal cambio que precisa el Alto Tribunal reside en las actitudes políticas. Cualquier persona con escrúpulos democráticos rehusaría aprovechar los resquicios de la ley para burlar su espíritu demorando decisiones, situando a personas de independencia más que cuestionable o bombardeando los consensos exigidos. 

Ello no excluye la responsabilidad intrínseca de los propios magistrados, a quienes hay que exigir, sobre todo, un trabajo técnico y recordar que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional les exige trabajar bajo los principios de imparcialidad y dignidad, esa que se pierde si se convierten en correa de trasmisión de los intereses de quienes se creen en el derecho de colonizar la democracia con sus peones.