Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Un sinsentido de Estado

22/09/2019

La cueva es lúgubre, inhóspita. Pese a recibir de manos del rey Minos todo aquello que reclaman, Dédalo y su hijo Ícaro no disponen de lo que más ansían: su libertad.
Encerrados en la siniestra gruta de las isla de Creta, el arquitecto y su vástago pasan los días haciendo realidad los deseos del monarca que les convirtió en prisioneros, inventando un sinfín de artilugios que suscitan admiración más allá de las fronteras. Minos no perdona que Teseo se fugara con su hija Ariadna tras encontrar la salida del laberinto, gracias a la ayuda de Dédalo, quien le hizo entrega del ovillo con el que pudo escapar de las embestidas del temible minotauro.
Pasan los días y, entre encargo y encargo, el inventor comienza a dar forma a una idea para que él y su hijo puedan escapar de su cautiverio. La isla está extremadamente vigilada y es consciente de que sólo hay una forma de salir de allí. Con paciencia, muy poco a poco, va cogiendo plumas que van cayendo para confeccionar unas alas que les permitan huir sin ser vistos. La estructura central va cosida con hilo, mientras que las partes laterales decide unirlas con cera, inspirándose en la batida de las grandes aves.
Tras varias semanas de trabajo en silencio, Dédalo ya tiene su nuevo invento y decide probarlo al amanecer para no levantar sospechas. El vuelo es perfecto. Con una facilidad pasmosa se eleva por encima de la isla y se percata de que el único problema que pueden tener es que el calor derrita la cera que une parte de las plumas.
El arquitecto enseña a su hijo a volar, no sin antes advertirle del peligro que puede suponer acercarse al sol. Ícaro está entusiasmado. La sensación es única. Se siente poderoso y, absorto, inicia un ascenso vertiginoso sin tener en cuenta el consejo de su progenitor. Las alas comienzan a perder sus plumas y, cuando se percata, ya es demasiado tarde. El joven, aunque intenta batir sus brazos a toda velocidad, cae en picado hacia el agua y, pese a los esfuerzos de su padre, fallece ahogado en el mar.
Como Ícaro con las indicaciones de su padre, la política en España ha hecho oídos sordos al mensaje que el pasado mes de abril lanzó la ciudadanía en las urnas y ha preferido continuar por una senda peligrosa, que lo único que suscita entre la sociedad es hastío y desafección. La convocatoria de nuevas elecciones para el próximo 10 de noviembre supone un auténtico fracaso político e institucional, más aún teniendo en cuenta que desde el año 2015 se han celebrado ya cuatro comicios para elegir presidente, con un coste medio por cada convocatoria electoral que asciende a la friolera de 140 millones de euros. Es un sinsentido de Estado. ¿En qué piensan nuestros políticos? Su incapacidad es sonrojante.
La XIII Legislatura ha sido efímera. El resultado de la noche del 28 de abril dejaba sobre el tapete varias opciones factibles para que se pudiera formar un Gobierno y hacía que fueran muy pocos los que vaticinaban un desenlace de estas características, pero el paso del tiempo, el inmovilismo, el interés partidista y las imposiciones de unos y otros iban sembrando una senda de incertidumbre que, finalmente, ha acabado por llevar las negociaciones a un callejón sin salida.
El PSOE, que se había quedado lejos de la mayoría absoluta con sus 123 escaños pero que había tenido el mismo respaldo que PP y Ciudadanos juntos, estaba en una posición envidiable. Sin embargo, en vez de tratar de tender puentes para garantizar la investidura, su primera opción, defendida a capa y espada hasta la saciedad, fue la de tratar de gobernar en solitario. Una cosa es querer y otra, muy distinta, poder. Las matemáticas no daban y pronto se dieron cuenta de que si querían mantenerse en La Moncloa no había otra opción que buscar el pacto. Con PP y Ciudadanos dándoles la espalda, su socio preferente era, de nuevo, Podemos. Los de Iglesias, sabedores que desde Ferraz les necesitaban, echaron un órdago sin ser mano; una jugada arriesgada, que pasó de poner encima de la mesa tres ministerios y una Vicepresidencia a acabar en ruptura, con una investidura fallida y enormes dosis de desconfianza. La opción provocaba insomnio. Ni Gobierno de coalición, ni de cooperación. Nada. El tren hay ocasiones en las que sólo pasa una vez.
El último movimiento de Ciudadanos, casi sobre la bocina, parecía la solución al bloqueo. Mientras el PP se mantenía al margen, los de Rivera, empujados por su crisis interna y por la sangría que le dan las encuestas, se abstendrían si el PSOE cumplía con tres requisitos. Ya era tarde. Sánchez sólo quería elecciones, tenía programado un viaje a EEUU y una campaña electoral perfectamente ideada. ¿Qué mejor atril para lanzar eslóganes que desde el Gobierno en funciones?
España mandó un mensaje claro en las pasadas elecciones, igual que Dédalo a su hijo Ícaro para conseguir la libertad, y es un error imperdonable que los partidos políticos no hayan sido capaces de ponerse de acuerdo para gobernar un país, que hoy demanda estabilidad para, entre todos, poder hacer frente a los retos de un futuro que, en materia económica, avanza hacia la incertidumbre. Puede que el problema resida en recibir una suculenta nómina sin necesidad de hacer el trabajo. Si sus señorías no hubiesen cobrado, ¿tendríamos hoy acuerdo?