Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


El cisne

05/04/2019

Los comunistas siempre han compartido un amor por la estadística para poder manipularla por un bien superior; el progreso imparable del paraíso socialista. Los planes quinquenales de Stalin o el Gran Salto Adelante del gran timonel buscaban una gloria numérica, despreciando el otro gran dato dantesco de las muertes provocadas para la obtención de su fin. En la actualidad, China se conforma con la propaganda estadística para construir un discurso de éxito permanente; por ello, nadie se cree la tasa de crecimiento económico por inflada e ignora el gasto de defensa por exiguo. Las democracias usan las encuestas para justificar sus decisiones.
En el plano político, la debilidad por los rankings lleva a defender posturas intelectualmente absurdas y que chocan con la prudencia. En esta última crisis financiera, todas las naciones han sufrido la vergüenza de comprobar que su sistema bancario era más frágil de lo deseable. La receta de los bancos centrales ha sido siempre la misma, fortalecer el modelo reduciendo el número de agentes. Sin embargo, resulta complicado explicar cómo   Gran Bretaña, teniendo la mayor concentración bancaria  previa, se vio obligada a una intervención masiva pública. El tanteo de fusión entre el Commerzbank y el Deutsche Bank en Alemania confirma lo poco que se ha aprendido. Dicho matrimonio reduciría la competencia, destruiría empleo y crearía un gigante que aumentaría el riesgo sistémico bancario; pero en el ranking de activos, se dispararía por las nubes.
Europa y Estados Unidos se pierden al creer que su éxito se apoya en las dimensiones de sus empresas. La riqueza económica se basa en la iniciativa privada, el respeto a la ley y la libertad de opción del consumidor. China, por el contrario, ve en las dimensiones una proyección de su fuerza. Quieren ser los primeros en todo porque eso les aporta poder y prestigio. El coste para la obtención del dato es el desprecio del consumidor y un despilfarro criminal de recursos para favorecer a una élite privilegiada.
Lamentablemente, los políticos occidentales olvidan sus orígenes al defender campeones nacionales o continentales. Un mercado sano necesita que el consumidor decida libremente qué quiere, cuándo y a qué precio. Esa libertad exige considerar al cliente como epicentro de la actividad económica, lo contrario es preparar el terreno hacia un lento declive. Los gobiernos deberían ver con hostilidad cualquier tentación de reducir el número de competidores. Necesitamos muchas empresas dinámicas, no grandes empresas ineficientes; sin ellas no habrá empleo.