Personajes con historia - Sebastián de Benalcázar (I)

El analfabeto y duro capitán de Pizarro en Cajamarca


Antonio Pérez Henares - 04/07/2022

Al primero al que oí hablar de Sebastián de Benalcázar fue al catedrático de historia, el peruano José Antonio del Busto Duthurburu, toda una autoridad mundial en Francisco Pizarro. Su biografía es imprescindible y le dedicó buena parte de su vida. Del Busto, quien se definía prototípico de su país al tener entre sus ancestros a españoles, indios chapapoyas y negros, me lo descubrió allá por julio del 2001 mientras en la plaza de Cajamarca me explicaba la trascendental batalla y cuya fábrica y dimensiones siguen siendo las mismas que en aquel lejano 1532, cuando los españoles capturaron al inca Athaulpa y el imperio cambió de manos. Sebastián Moyano de Benalcázar, ese era su apellido, que acabó por desaparecer y quedó solo el patronímico adquirido del pueblo de la sierra cordobesa de los Pedroches donde había nacido allá por 1490. Él fue, junto a Fernando de Soto, uno de los capitanes que mandó el ataque de la caballería que provocó el pánico en la masa indígena y volcó la suerte del inca y de Pizarro.

Del Busto me explicó cómo aquel 15 de noviembre Pizarro había llegado, en medio de una ventisca y entre nieve y granizo, con 160 hombres a la ciudad, que halló desierta. Habían divisado al caminar hacia ella, en las alturas que la dominaban y desde donde bajaba una calzada empedrada, en los ahora llamados Baños del Inca, un inmenso campamento donde Atahualpa acababa de recibir de sus generales Quisquis y Rumiñahui la noticia de la total victoria y captura de su hermano y rival Huascar, y que el Cuzco y el imperio del Tahuantisuhu le pertenecía por completo. Los españoles, al ver la gigantesca concentración de tropas indígenas y que quienes habían andado en guerras mediterráneas, como su propio jefe, compararon al campamento del Gran Turco, temieron por sus vidas. Al preguntarle a una india, de las pocas que vieron en la vacía Cajamarca, por qué estaba llorando, ella les contestó: «Por vosotros, pues estaréis muertos mañana».

Aquella noche, Hernando de Soto subió a caballo hasta los Baños, cabrioleó ante el inca y, con mucha arrogancia, lo invitó a bajar y comer con Francisco Pizarro al día siguiente.

Benalcázar fue uno de los capitanes que mandó el ataque de la caballería contra los incas.Benalcázar fue uno de los capitanes que mandó el ataque de la caballería contra los incas.

El jefe español preparó lo que tenía, que era nada, ante lo que había enfrente y preparó su golpe de mano. De los 160 hombres, 60 eran de a caballo y a cada tercio puso al mando, respectivamente, de su hermano Hernando, de Soto y de Benalcázar, apostados tras los galpones en la parte superior de la plaza. Los infantes junto con él, que combatía generalmente a pie como buen y viejo rodelero, quedaron en el Palacio de la Sierpe, llamado ahora el del Rescate, pues fue donde se acumuló el oro del mismo. Disponía tan solo de 10 arcabuceros y dos falconetes, pero uno de ellos no funcionaba, como toda potencia de fuego. La moral de la tropa era peor que mala, pero Pizarro logró insuflarles ánimo. «Mañana saldrá el sol» les dijo. Se confesaron todo y amaneció despejado. 

El inca se demoró en bajar y lo hizo ya tarde, con mucha parada, celebración, música y jolgorio hasta asomar a la plaza y abarrotarla con los miles que le acompañaba. 

Hacia él se dirigió Pizarro y un cura, que le mostró un misal, le hizo saber que ahí estaba la palabra divina y se lo ofreció. Atahulapa lo cogió y quiso abrirlo. Pero por el canto. Frustrado, lo arrojó al suelo, voceó el fraile y se produjo la degollina. La caballería castellana emergió desde los galpones en tres y comenzó la matanza. Tan solo falló un capitán, Hernando Pizarro, hermanastro mayor de Francisco, quien se golpeó la cabeza al salir de debajo del techado y quedó conmocionando, lo que hizo que para siempre Hernando de Soto, el mejor caballista de los conquistadores, se burlara para los restos de él. Nunca se tuvieron aprecio. «Vos Hernando, que os perdisteis la batalla» solía recordarle. Sebastián de Benalcázar sí cumplió comandando a sus jinetes a los del derribado Pizarro y aún aumentó más su fama de guerrero eficaz, implacable y seguro.

Atahualpa fue derribado del palanquín, Pizarro le protegió con su rodela, recibiendo una cuchillada incluso de uno de los suyos. Lo quería vivo. El pánico fue tal que en su intento de huida los indios se aplastaron unos a otros contra los muros de la plaza. Soto persiguió a los fugitivos, cuyo número los multiplicaba en ciento por uno, hasta Baños del Inca. 

Aquello fue Cajamara y el principio del fin del imperio Inca y del dominio español del Tahuantisuyo, que era mucho más de lo que es Perú estos días, pues llegaba desde el sur de Chile hasta Quito, en el actual Ecuador, y se adentraba en las selvas amazónicas. Quito sería, a la postre, la mayor de las conquistas, esta vez por su cuenta y hasta con el enfado de Pizarro, del duro, analfabeto, valiente, cruel y honrado Benalcázar.

Infancia complicada

Cuando llegó a Cajamarca, Sebastián tenía mucha mili en las costillas, casi tanta como Pizarro, aún más viejo que él, con más puñaladas dadas y recibidas y a quien conocía ya de bastantes años. Había nacido pobre, pero que mucho. Quedó además, y al poco, huérfano de padre y madre y tuvo que trabajar en el campo desde niño, al igual que su hermano gemelo, en las más duras labores. Jamás fue a la escuela y no aprendió a leer y a escribir. Huyó de su pueblo al quedársele un burro en un cenagal e intentar sacarlo le dio un golpe y lo mató. Sabedor de lo que le esperaba por haber provocado tal pérdida puso tierra por medio. Cómo sobrevivió no se sabe. Se supone que lo hizo deambulando de pueblo en pueblo, echando mano de cualquier cosa con la que matar el hambre. 

Que llegara a Sevilla y que intentara embarcarse para las Indias en cuanto pudo era la única y casi obligada salida que tenía y por ella se lanzó cuando ya tenía 17 años. Consiguió enrolarse en un barco y llegó a la Española, donde estuvo seis años. Tampoco se conoce de allí apenas nada, aunque sí que hizo sus primeras armas, pues consiguió plaza de soldado para llegar a Castilla del Oro en 1513. Llegó a Santa María del Darién pero no estuvo en la expedición de Balboa que descubrió el Pacífico. Lo que sí es notorio es que, tras la llegada del gobernador Pedrarias, se convirtió desde el primer momento en firme y decidido partidario suyo. Su carácter era muy parejo y estuvo ya inmerso en la pugna con Balboa que acabó con la decapitación de éste en Acla tras haber sido detenido por Pizarro, aunque antes hubiera sido su teniente y segundo al mando. O sea, que el trato con quien fue su jefe en Cajamarca ya venía de mucho antes.

No sería la única ejecución ordenada por Pedrarias a la que asistiera, pues años más tarde (1526) el que también sufrió esa misma suerte fue Francisco Hernández de Córdoba, conquistador de Nicaragua, en la que también participó Benalcázar, quien se había ido labrando fama de buen soldado y obediente al mando. Participó en la primera gran expedición de conquista del gobernador, a la península de Azuero, que puso al frente de ella al capitán Gaspar de Espinosa, de quien se haría amigo personal y duradero. En Azuero obtuvo su primera recompensa, pues se le entregó una encomienda de indios en Natá, donde se estableció y nacieron sus primeros hijos, Francisco y Sebastián, que tuvo con una indígena. Según algunos historiadores su analfabetismo, rudos modales y timidez ante las mujeres españolas lo retraían de tal manera que no tuvo matrimonio con ninguna. A sus mestizos sí que los reconoció a todos, como tales los trató siempre y como herederos suyos quedaron. Ya por aquel entonces tenía también amistad con Pizarro y su socio Almagro, y estos le tenían en estima, algo que prueba que figurara como padrino del hijo de este último, Almagro el Mozo.

En 1523, llamado por Pedrarias, acompañó a Hernández de Córdoba en su conquista de Nicaragua participando en la fundación de la ciudad de León, siendo luego el enviado a Panamá para informar de todo ello. Retornó a León y, al poco y acusado su capitán de levantarse contra la autoridad del Gobernador, acabó por correr la misma suerte que Balboa.

Que a nada estuvo a punto de ser también la suya, pero en este caso no por Pedrarias sino por servirle y caer en manos del recién nombrado gobernador de Honduras, Diego López Salcedo, cuando cumplía una misión para intentar la devolución a la autoridad del primero de un enclave portuario. Acabó preso y enviado a Santo Domingo para ser juzgado. Pudo encontrar allí su final si no fuera porque su viejo amigo, el licenciado Espinosa, fuera uno de sus jueces, algo que le salvó y fue puesto en libertad.

Deseo frustrado

En mayo del año siguiente, ya estaba de nuevo en León, donde se encontró con Pedrarias, que había logrado, tras algún traspié por su dureza en Panamá con la Corona, ser nombrado gobernador de Nicaragua. Le dio una nueva encomienda y hasta llegó a ser regidor de la ciudad. Allí se trajo a sus dos hijos de Natá, a los que añadió fruto de relaciones con varias indígenas otros cuatro: Lázaro, Catalina, María y Magdalena. Siempre fiel a Pedrarias, le ayudó a sofocar una rebelión contra él en 1530 y esperaba ser su sucesor cuando falleció un año después. 

Pero no le nombraron nada. Su condición de analfabeto pesó demasiado y le postergaron, lo que le afectó mucho. Desengañado, estaba pensando hacia donde dirigirse cuando le llegó la invitación de Pizarro de acompañarlo a Perú y con mando, en concreto, de un tercio de su caballería. Al frente de la suya es como participó decisivamente en la batalla de Cajamarca. Le iba a hacer muy rico, pues su rango y desempeño aquel día hizo que fuera de los más privilegiados en el reparto del inmenso botín. Solo le superaron en el reparto Francisco Pizarro y sus dos hermanos, Hernando y Juan, y Hernando de Soto. Él obtuvo 407 marcos, dos castellanos de oro y 9.909 pesos a los que luego en Cuzco se añadirían otros 1.250 marcos. Aquello era una gran fortuna. Con ella en el bolsillo, Benalcázar entendió que era llegado el momento de empezar a volar algo más suelto y ser él mismo su propio jefe.

(Continúa)