Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Tierra Prometida

16/05/2021

El olor a neumático quemado impregna el ambiente. Cientos de personas se concentran en la valla que separa la Franja de Gaza del Estado de Israel. Llevan todo el día movilizados, protestando por la expulsión de varias familias musulmanas del barrio de Sheij Jarrá, ubicado en Jerusalén Este y donde viven desde siempre, con el objetivo de despejar la zona para continuar ocupando territorios en los que relanzar su política de asentamiento de colonos. Este nuevo movimiento en el tablero, que incluso la ONU ha dejado entrever que podía considerarse como un crimen de guerra, ha provocado una escalada de violencia en una de las zonas más calientes del planeta en la que se vivía una aparente tregua desde hace tres años, tras los altercados derivados de la decisión de EEUU de trasladar su embajada de Tel Aviv a Jerusalén. La paz, tan frágil como un cristal, ha vuelto a romperse en pedazos.

Las banderas palestinas ondean al aire. Rabia contenida ante lo que consideran una afrenta, días antes de la celebración de la Nakba (Catástrofe), la jornada en la que los árabes recuerdan el exilio y la desposesión de sus bienes como consecuencia de la fundación, en 1948, del Estado hebreo. De aquellos barros, estos lodos.

Hace una semana comenzaron las protestas, cuando cientos de árabes se concentraron en la Explanada de las Mezquitas para mostrar su repulsa por la expulsión de las familias. Lejos de apaciguar los ánimos, Ejército y Policía hebrea decidieron actuar contra los manifestantes, cargando contra los allí presentes y lanzando gases lacrimógenos en el mismo templo de Al Aqsa, considerado uno de los lugares sagrados más importantes para los seguidores del Islam. La crispación aumentó de nivel y, un día después, las sirenas antiaéreas no dejaron de sonar en Israel, como consecuencia de la ofensiva de Hamas y de la Yihad islámica contra los judíos, con el lanzamiento de centenares de proyectiles hacia Tel Aviv, repelidos mayoritariamente por la Cúpula de Hierro.

La respuesta es contundente. Un ataque hebreo acaba con la vida de una veintena de personas, entre ellas nueve niños en Gaza. Ojo por ojo, diente por diente. La antigua ley del Talión se hace realidad en pleno siglo XXI. Siete décadas de un conflicto interminable, enquistado generación tras generación y alimentado por las muertes y atentados que generan un odio encarnizado. Fronteras de escuadra y cartabón que separan dos mundos opuestos en la Tierra Prometida.

Un grupo inquieto de soldados judíos vigila el paso fronterizo. Han recibido órdenes de disparar si la movilización se descontrola. Los uniformados hebreos han llenado de carteles las zonas calientes, advirtiendo a la población palestina que no acuda a la concentración. Caso omiso. A la avanzadilla de jóvenes, armados con ondas rudimentarias y tirachinas caseros, le siguen ancianos, mujeres y niños. A un kilómetro de la valla han levantado un campamento improvisado con tiendas, donde estos últimos se resguardan cuando comienza el fuego cruzado. La tensión es máxima. Las balas de los francotiradores alcanzan a varios hombres que se desploman. Las carreras de cuadrillas de improvisados sanitarios, sin más uniforme que las mascarillas, se entremezclan con los gritos y los llantos. Todo sucede muy rápido y la reacción no se hace esperar. Una lluvia incesante de piedras cae sobre los soldados. No hay tregua. La mecha del odio se ha prendido y las primeras muertes acrecientan la ira de los árabes más radicales.

Las tensiones entre Israel y Palestina parecían haberse minimizado, pero Netanyahu no ha parado de incentivar la controvertida política de colonización, ocupando de manera sistemática territorio árabe. El hoy primer ministro en funciones no duda en ordenar ataques y se jacta a la hora de justificarlos al asegurar que los métodos no letales no funcionan en Gaza. El puño como garante de la paz.

Las continuas demoras en la creación de un Estado palestino, pese al mayoritario consenso internacional, la construcción de la polémica barrera de seguridad, condenada por el Tribunal de la Haya, que convierte en una jaula al territorio árabe, y los asentamientos en Cisjordania han profundizado una herida que nunca termina de curar. Jerusalén es la última batalla. La parte oriental de la ciudad, considerada sagrada por cristianos, judíos y musulmanes y tomada por los sionistas en 1967, defendiendo desde entonces con vehemencia su soberanía, es hoy el epicentro del conflicto. Los palestinos reclaman que ese enclave es su capital mientras los más radicales siembran el odio entre una población que vive en una cárcel y amenazan con golpear al corazón de Israel. La muerte es el argumento. El terror irracional que genera desgarro profundo y dolor infinito.

Naciones Unidas acusa a Israel del uso desproporcionado de la fuerza y la comunidad internacional ha instado a las partes a poner fin al conflicto. Tierra Santa, Palestina, continúa sufriendo la amargura y el desconsuelo provocado por la sinrazón. La solución pasa por relanzar el diálogo y constituir, de una vez por todas, dos Estados independientes. La paz parece un deseo inalcanzable.