Cada día estoy más harto de estar tan harto. De que nos traten como a imbéciles. De que las autoridades crean que somos menores de edad. De que se mancille la trayectoria de un general de brigada de la Guardia Civil, solo porque el Gobierno necesita unos uniformes, unos escudos, tras los que parapetarse de las críticas por la gestión de la crisis. De que la ministra de Educación equipare mensajes negativos con mensajes falsos. De que Pedro Sánchez, en sus homilías sabatinas, intente parodiar a Churchill, recurriendo con fragor a un lenguaje bélico, para tener prietas las filas y purgar a los disidentes, mientras sus aduladores mediáticos se escandalizan porque se publiquen fotografías en las que se ven víctimas de esa presunta guerra. De los sicofantes. De la máxima autoridad sanitaria del comité de crisis. Sí, de Fernando Simón, ese que hace menos de dos meses despreciaba la gravedad de la epidemia pero al que, pese a sus manifiestos errores, tenemos que soportar a diario en insustanciales comparecencia de prensa. De que el Gobierno diga por la mañana que toma medidas siguiendo el criterio de los científicos y por la tarde rectifique presumiendo de poner por encima de la ciencia la opinión de la calle. De que nos aseguren, sin rubor, que en España se han tomado medidas antes que en ningún otro país europeo, siendo vecinos de Portugal, donde el coronavirus no ha provocado ningún estrago.
Estoy harto de las etiquetas que dicen que #loestamosconsiguiendo, mientras a diario siguen muriendo centenares de españoles, a los que sus familiares no pueden despedir con dignidad. Pero no pasa nada, porque #somosungranpaís, que tenemos #loquehayquetener. Porque tenemos un ministro de Ciencia que asegura a los niños que al Ratoncito Pérez no le contagiara el virus. Y, sobre todo, porque tenemos un amplio catálogo de #cortinasdehumo, a las que recurrir cuando se atisba cierto cabreo de la opinión pública. Con todo lo que tenemos, ¿qué podría salir mal?