Juan José Laborda

RUMBOS EN LA CARTA

Juan José Laborda

Historiador y periodista. Expresidente del Senado


Tras las elecciones (y II)

12/05/2019

Cuando se está discutiendo cuál de los tres partidos de la derecha se alzará con el trofeo de ser el partido hegemónico -en un sistema como el nuestro de bipartidismo imperfecto-, me apoyo en una tesis mía (supongo que otros la definirán como suya), según la cual los rasgos de la fase constituyente o primigenia de un sistema político se convierten en constantes, o estructurales, mientras dure en el tiempo ese sistema. Así, el consenso, que fue el método para hacer una transición como la de 1977-1982, se constituye como una necesidad permanente de nuestra democracia, nacida de aquella Transición. 
¿Se puede pensar que el modelo de partido de centroderecha de aquel tiempo sigue siendo necesario en este momento? El partido de Adolfo Suárez, Unión de Centro Democrático (UCD), permanece como un recuerdo, o como una obsesión, en la imaginación de muchos de los que quieren construir una alternativa conservadora a la socialdemocracia del PSOE. 
La UCD no fue nunca un partido de ideología democristiana (el cardenal Enrique Tarancón, Marcelino Oreja y Landelino Lavilla pactaron que el partido de Suárez no lo fuera), pero tampoco un partido liberal, pese al esfuerzo de Joaquín Garrigues, Antonio Fontán, Luis Miguel Enciso o Joaquín Muñoz Peirats. Ni siquiera el Centro Democrático y Social (CDS), el segundo partido de Adolfo Suárez, se definió como liberal. 
Liberalismo y cristianismo son ideologías, y también creencias, que están disueltas en España en los dos actuales campos políticos, el conservadurismo (que por ser católico es más social que liberal) y el socialismo (que por ser laico es más liberal que social). Esa división binaria, encuentra gradaciones en un sistema de partidos plural (¡los nacionalistas, herederos del carlismo católico!) como el nuestro. 
En la disputa sobre quién será la oposición al Gobierno socialista de Sánchez -el PP de Casado o el Ciudadanos de Rivera-, la UCD -el modelo centrista ahora ansiado por los que reniegan de la foto de la plaza de Colón- aún no parece estar en la reflexión política de los dos partidos de centroderecha. Una vez más, la Historia es relegada por las encuestas de opinión, a la hora de pensar sobre la política.
Albert Rivera tenía un partido con una apertura ideológica tan amplia como en su día caracterizaba a la UCD; incluso se definía como socialdemócrata, una corriente muy activa en la UCD (Francisco Fernández Ordoñez, Rafael Arias Salgado, Javier Moscoso...). 
Pues bien, Rivera prescindió de la socialdemocracia precisamente cuando más necesitaba presentar a Ciudadanos como una fuerza de amplio espectro, y en un momento que para enfrentarse al PSOE de Sánchez pudo atraerse a un electorado socialdemócrata moderado, que al final votó al PSOE con bastantes dudas, pero que hoy está tranquilo al ver la orientación de Sánchez después de las elecciones. 
En cuanto a su actual definición como partido liberal, aparte de que su negativa a pactar a su izquierda con el PSOE (¡y que ahora le está suponiendo no poder pactar tampoco con el PP!) es impropio de su liberalismo, Albert Rivera no tiene en cuenta que en España los partidos que son liberales, o que cumplen con la función de esos partidos, como fue el caso del CDS de Adolfo Suárez, pueden cumplir la importante misión de moderar al socialismo (especialmente corrigiendo sus tendencias comunitaristas o pro-sindicales), pero al entrar en contacto preferente con el partido de la derecha, una formación como la que lidera Albert Rivera corre el riesgo de acabar engullida por el partido más grande (el PP puede ser también liberal), como le sucedió al CDS de Adolfo Suárez o a la UPyD de Rosa Díez, las dos experiencias anteriores. 
El partido de Rivera ha perdido pluralismo ideológico e interno en el mismo momento en que se vio que no tenía soluciones -liberales, desde luego- para resolver el problema con Cataluña. No es de ahora, cuando se empeña en pedir otro 155, es decir, la intervención estatal. Cuando se aplicó el 155, en octubre de 2017, Rivera y Ciudadanos apenas tuvieron incidencia en la medida, entre otras cosas, porque su presencia era mínima en el Senado, y además Rivera desdeña esa cámara. Además, Inés Arrimadas no supo o no pudo utilizar su victoria electoral, muy probablemente porque se negó a presentar una moción de censura a Quim Torra, el presidente vicario de la Generalitat. Arrimadas ha optado ahora por ser diputada nacional en Madrid, lo que no deja de ser una confesión del fracaso de Ciudadanos en Cataluña, pero podría ser la plaza para que ella influyese en el futuro de su partido, y aún, en el de Albert Rivera. 
No es probable que Ciudadanos ocupe el papel de partido hegemónico en el espacio del centroderecha. El PP de Pablo Casado tiene importantes desafíos para definirse en esta próxima legislatura. Desde luego, José María Aznar y sus excéntricas ideas políticas no pueden servir para eso, salvo que el PP quiera suicidarse. Pablo Casado tendrá que soltar todas las amarras ideológicas que le unen con Aznar. Aunque Casado esté hoy muy quemado, en nuestros días la memoria -¿histórica?- no dura más que unos meses. 
Y aquí está la hipotética gran contribución de Vox a la reordenación del centroderecha: con Vox se ha ido ese 10% de votantes ultrarreaccionarios que mientras estuvo dentro del PP -incluso con importantísimos cargos directivos-, impidió que ese partido fuese algo parecido a la UCD. Si el PP aprovechase la ocasión de modernizarse, sería muy bueno para España. Lamentablemente, Ciudadanos tiene muy difícil reconvertirse en algo semejante.