Ignacio Fernández

Ignacio Fernández

Periodista


Impás

24/10/2019

El martes pasado diputados de Vox fueron expulsados del Congreso, cuya Diputación permanente -su músculo más primario- intentaba convalidar varios decretos de urgencia. Más allá del patetismo de la secuencia presenciada, los actores ponían de manifiesto una sensación que se va adueñando paulatinamente de nosotros. 
Esos seis minutos son un exponente perfecto del momento. Parecemos un país ingobernable. Una impresión consolidada tras leer la reprimenda que las instituciones europeas propinan al Gobierno por el estado de las constantes económicas del país: todos los objetivos macro, fuera de control. Ingobernable y económicamente abocado a la insolvencia.
Otras manifestaciones podrían ser la pavana catalana, en cierta medida alimentada por las provisionalidades, la nula resolución reformista que nos aboca al corsé de viejas soluciones para nuevos problemas; la inflación de partidos, basados en matices personalistas, ayunos de propuestas diferenciales, constituyendo un subsector profesional, el de los políticos, más orientado al autoempleo que a la gestión eficiente. 
Y una cierta desazón, un descontento de tuétanos, que nos hace escépticos y desconsiderados respecto de nuestro futuro.
Faltan pocas fechas para las elecciones parlamentarias. Se prodigan los indicadores económicos negativos. Se preocupan en los centros internacionales del poder respecto de nuestra viabilidad como país sostenible, y no sólo en lo político, con la amenaza creciente del separatismo rupturista. 
Eso que les pasa a algunos países que nunca terminan de estabilizarse, de encontrar su propia identidad. Lo que les pasa a los países donde no se llega a acuerdos nunca: que no se avanza, no se cambia y, en la misma proporción, se deteriora. 
Pensamos que España no es un estado fallido, pero cada vez nos cuesta más considerarlo de modo consistente.