Laura Álvaro

Cariátide

Laura Álvaro

Profesora


El juego del calamar

16/10/2021

Desde hace varios días no hago más que encontrar referencias en redes sociales a la supuesta serie de moda: El juego del calamar. Curiosamente, todas ellas las he encontrado entre las diversas cuentas educativas que sigo, definiéndola como un peligro para la infancia, y tratando, de una manera u otra, de vetarla. Aunque, tengo que reconocer, hablo sin haber visto ni un solo capítulo, sí he leído sobre ella. El argumento: un grupo de personas en riesgo de exclusión social invitadas a participar en una especie de competición, cuyo ganador conseguirá una gran cantidad de dinero. Las pruebas del desafío no son otra cosa que juegos tradicionales infantiles (propios de Corea del Sur, país del que procede la ficción). De ahí que haya sido objeto de imitación en numerosos patios escolares. 
¿Cuál es el problema? Que está cargada de violencia de lo más explícito, ya que aquel participante que resulte perdedor en cada uno de lo juegos es ejecutado, con primerísimos planos que se hacen eco de todos los detalles. El resultado de esta combinación es que el alumnado esta naturalizando con una normalidad pasmosas valores como la competitividad o la propia agresividad como respuesta al fallo. Aunque el contenido de esta serie está calificado para mayores de 16 años, la realidad es que está siendo consumida por estudiantes de cursos de primaria, por lo que las alarmas del cuerpo docente han saltado. Aunque realmente no encuentro demasiadas diferencias entre este contenido audiovisual y otros que en su momento también estuvieron de moda entre adolescentes y que no causaron tanto revuelo, sí que creo que podemos aprovechar la ocasión para volver a reflexionar sobre ideas anteriormente citadas en esta columna. Primeramente, la necesidad de integrar la competencia mediática en la educación formal: y es que un consumo acompañado y reflexivo de los medios de comunicación es siempre mejor que un veto o una calificación por edades que acabe por no cumplirse. Porque el riesgo fundamental de consumir ficción es confundirla con la realidad, y, para evitarlo, la mejor herramienta sin duda es la educación. 
Por otro lado, también creo que es el momento propicio para abrir otro melón: la responsabilidad de los grandes grupos comunicativos ante los contenidos que difunden: ¿de verdad es necesario que la violencia sea la protagonista en tantos y tantos productos mediáticas?, ¿qué nos atrae, como espectadores, de dicha violencia?, ¿qué fue antes: su utilización de forma masiva o una buena acogida por parte del gran público?, ¿de qué manera se empezó a educar nuestro paladar audiovisual para que, no solo la toleráramos, sino que incluso la eligiéramos y la reclamáramos? 
Recordemos que los medios de comunicación son grandes constructores del imaginario colectivo y que, como tal, son también potentes agentes de socialización. Proceso, el de socializar, que precisamente encuentra en la adolescencia uno de sus momentos más importantes. Educación y medios recorren, por todo ello, un camino paralelo del que todavía no queremos tomar conciencia. Solo una confluencia racional entre ambos supondrá el camino hacia una audiencia -y una sociedad futura- analítica y crítica que sepa discernir entre realidad y ficción, sin riesgo de entremezclar ambos planos, y siendo capaz de disfrutar de la serie de moda sin ningún temor.