Jesús de Lózar

Jesús de Lózar


Cangrejos

19/06/2021

Los contábamos por docenas en la pila de granito nada más llegar mi abuelo con el fardel lleno hasta arriba, nos hacía ilusión saber a cuántos tocábamos cada uno. Estábamos de suerte, esta vez nos los había traído a nosotros. El abuelo los pescaba y cada día los repartía entre sus hijos. Los pasábamos un poco por el grifo y a la cazuela. Laurel, sal y nada más. Separabas la cabeza de la cola que descascarillabas y comías primero, lo más gustoso de todo, chuperreteabas la cabeza machacándola con los dientes absorbiendo hasta no dejar gota y terminabas por las patas con las que hacías un chiflo. No desaprovechábamos nada. Estaban buenísimos, eran lo más esperado. El día completo: cangrejos de primero, liebre de segundo y para cenar tortilla. Y flan de postre los domingos.

Mi madre preparaba el cebo con güétago o asaba unas sobras de lechazo con vinagre. Armado con los reteles, el fardel, la horcadilla, el cebo y la emoción de ir a pescar con el abuelo, que se sabía las cuevas, andábamos casi una hora hasta el río Grande, justamente minúsculo, con el mismo nombre del que separa la frontera de México y Estados Unidos. El desespero de que no piquen, la alegría infinita de que aparezcan en el retel, como un maná. Ya de anochecida volvíamos a casa. Los domingos por la tarde íbamos a cogerlos en familia, llevábamos meriendilla, como una fiesta. Salían más al atardecer y con tormenta, pero solo podíamos pescar hasta las ocho de la tarde.

El cangrejo autóctono desapareció aunque todavía persisten escasos ejemplares que se pueden rastrear en las cabeceras de algunos ríos. Tuvimos que soportar su invasión, obligados a comer el cangrejo rojo americano, el de las marismas de las pescaderías. Hasta que Ramón Fernández, un veterinario de San Esteban regresó de Estados Unidos implantando el cangrejo señal. El origen de la repoblación actual. Entonces ya fue otra cosa. Lo comprobamos en la Fiesta del Cangrejo de Cervera de Pisuerga donde todavía en esa época tenían que conformarse con el cangrejo de las marismas. Íbamos los veranos a la granja El Quiñón para traer los cangrejos para La Saca. Desesperados por no llegar a las 12, inmovilizados y con un calor de muerte, teníamos que sacar la cazuela para comerlos en la carretera.

Dicen que el fascismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando. Nacionalismo de aldea. Pensé que había visto todo lo que había que ver hasta que en el mercado Dorogomilovsky de Moscú, cerca de Kievskaya, vi los cangrejos de río más grandes de mi vida. Grises. Enormes.

Cada vez se pueden pescar y comer más cangrejos, al menos en esta tierra, y eso es una bendición. La del vecino que nos sorprende o de Evelio organizando una cangrejada en Quintana Redonda antes de la pandemia.

Hace tiempo leí a un columnista de un diario de tirada nacional quejarse de no poder comer cangrejos. Como los dos somos de Burgos y de parecida edad pensé que habría cierta connivencia. Ingenuo de mí, le invité a pescarlos y comerlos. Craso error. La callada por respuesta y un periodo muy breve en la dirección de ese periódico acabó con todas mis esperanzas. Como decía alguna gente en la postguerra, vete al rio a por cangrejos para el arroz, pero que no te vea nadie. En aquellos tiempos parece que comer cangrejos, autóctonos, era de pobres. Lo mismo debía de pensar el columnista.

Siempre que la Duquesa de Alba venía a Soria comía cangrejos en el Mesón Castellano. Sin ninguna duda, hoy en España no hay otro sitio mejor que Soria para pescar y comer cangrejos. El columnista no sabe lo que se perdió. Ahora los restaurantes y las empresas de turismo activo tienen la oportunidad y la obligación de proporcionarnos a todos unos gramos de felicidad.