Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Tatuaje en el alma

26/04/2020

El canto intermitente de los pájaros y el sonido seco y violento al golpear las palas contra la tierra rompen un silencio sepulcral. Los operarios, cubiertos con mascarillas y trajes de un blanco impoluto, abren hueco en la tumba destinada a Javier, un economista de 45 años que ha perdido la batalla contra el coronavirus. Los sepultureros, acostumbrados a un trabajo ingrato y mal remunerado, no habían sentido en su piel la tragedia hasta que la pandemia apareciera con intención de quedarse mostrando su cara más letal.
 El coche fúnebre llega al cementerio. Tres personas, que guardan la distancia de seguridad entre ellas, observan cómo sacan el féretro, herméticamente cerrado. No ha habido despedidas, ni siquiera velatorio y fundirse en un abrazo está prohibido. La soledad y el vacío son inenarrables. Jamás antes para el que muere la tierra le fue tan ligera. Sit tibi terra levis.    
Todo comienza con un ligero catarro. Tras unos días con irritación de garganta, Javier se despierta una mañana hecho polvo. Dolor muscular, fiebre y una extraña dificultad para respirar. Su mujer, Alicia, inquieta por los síntomas, se pone en contacto con su centro de salud, desde donde le comunican el protocolo que debe seguir por si tuviera relación con la COVID-19: aislamiento en el domicilio y control telefónico diario de su médico de cabecera. Ella y sus dos hijas no pueden tener contacto físico con el enfermo. Él, lejos de mejorar, empeora.
Los padres de Javier están muy preocupados. Su hijo siempre ha gozado de buena salud, pero las noticias que reciben cada tarde transmiten señales que hacen intuir que la enfermedad está ganando el pulso; el ahogo cada vez es más evidente.
Todo sucede demasiado rápido. Traslado al hospital, ingreso en la UCI, donde deciden intubarle tras confirmar una pulmonía bilateral. Poco se puede hacer. La infección se ha extendido de una forma tan virulenta que Javier sufre un colapso y, a las pocas horas, fallece, dejando un hogar roto, cuyos miembros no paran de preguntarse el porqué.
Decenas de miles de familias no han podido despedir a sus muertos desde que a finales del mes de marzo se implantara el protocolo para frenar los contagios. La pandemia les ha robado la oportunidad de dar ese último adiós, con el objetivo de evitar una propagación mayor de la enfermedad. El primer foco importante que salió a la luz se produjo a mediados de febrero en un funeral en Vitoria. Cualquier ceremonia ha quedado pospuesta al levantamiento del estado de alarma, con independencia de si se trata de religiosa o civil.
Con la finalidad de mitigar el duelo, algunos hospitales, que ya han puesto en marcha iniciativas para que los pacientes más aislados tengan la posibilidad de comunicarse con sus allegados a través de videollamadas, ahora también están permitiendo que una persona pueda acompañar a los enfermos hasta el final.
 Sin embargo, para quien no ha tenido esa opción, no existe consuelo alguno en un trance donde la realidad supera a la ficción. Aunque, en principio, el proceso conlleva una cadena de custodia en la que se debe saber en todo momento dónde se encuentra el cuerpo, las familias necesitan tener la certidumbre de que los restos que van en el féretro o en una urna les pertenecen. El caos que ha generado la acumulación de ataúdes en las morgues y la imposibilidad, en la mayoría de las ocasiones, de que sean los propios familiares los que constaten la identidad han provocado un sinfín de recelos. Mayor drama es el de aquellos que ni siquiera saben a día de hoy dónde están sus seres queridos y que, frustrados e indignados, llevan semanas luchando para conseguir respuestas de la Administración y de las funerarias.
Los sepultureros colocan con cuidado el féretro de Javier en el hueco que han dejado preparado minutos antes y, de nuevo, el sonido de los pájaros y de las paladas cubriéndolo de tierra rompen el silencio. El padre, que tiene la sensación de que lo que está viviendo es un mal sueño, está hundido. Las gafas oscuras ocultan su mirada en un acto final tan antinatural como es enterrar a tu propio hijo y donde no hay sitio para los abrazos, las ceremonias y las palabras de consuelo. Siente que el dolor le ha tatuado el alma.