Historias Mínimas: La piel de frente

Susana Gómez / J.A. Díaz
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En alguna parte hay un hombre que mira con la piel de frente. Sobre él se dibujan contornos, caligrafías, estelas. Tiene los poros bien abiertos, una hoja de ruta por adivinar (o no).

Historias Mínimas: La piel de frente

En alguna parte hay un hombre

que transpira pensamiento.

Sobre su piel se dibujan

los contornos húmedos de una piel más fina, 

la estela de una navegación sin nave.

Roberto Juárroz

En alguna parte hay un hombre que mira con la piel de frente. Sobre él se dibujan contornos, caligrafías, estelas. Tiene los poros bien abiertos, una hoja de ruta por adivinar (o no). Rueda Bentley sobre su rostro en una epidermis de pájaros. ¿Mudará su piel bajo las alas desplegadas? Trato de leerle. X. Mad. Rúbrica de fauces en escorzo. Una cartografía derramándose. Sería fácil escribir algo sobre las arrugas y la vida, sobre las líneas que van dibujando lo que somos. Y jugar con palabras de pluma, papel, tinta, piel, agujas, pergamino. Puede que alguien asintiera (o no). Pero en alguna parte hay un hombre que mira con la piel de frente, y yo prefiero seguir la estela de sus ojos sin nave; quemarlas si es preciso; solamente ver.

La tinta traza contornos sobre fondo de epitelio. Intento adivinar su perfil, vislumbrar algunas cosas, esbozar (a medias o como sea) una historia cualquiera. Y bosquejar. Contar. Inventar algo que nos deje mínimamente satisfechos. Pero sus ojos no me lo permiten: sus ojos son oscuros y tajantes y parecen no tener miedo. Por eso no me dan otra opción que mirarlos de frente y sin mentiras, sin nave y sin estela. Así que juego a interpretar, sin invenciones ni huidas, desde este otro lado de la imagen. Me detengo entre, sobre, tras las líneas. Pongo negro sobre blanco. Pierdo el rastro, las estelas, por seguir las líneas de su frente y sus cejas.

Mirándolo, no me da tiempo a pensar en tatuajes: sus ojos son más negros, más grandes, más quietos. La tintura delata una profundidad poco común, y no hay lugar ni espacio para mirar a otro lado, no me deja entretenerme, divagar por periferias, distraerme un poco. Me miran (siguen mirándome) muy fijos. Me detienen (siguen deteniéndome) sin trucos. A ratos me deshago de su trampa y traspaso su contorno: sé que he de hablar de un rostro tatuado que me invita o me desafía (en cualquier caso, es a mirar). Pero a mí me gustan sus ojos, esos que se dibujan oscuros de tinta y francos y abiertos como los poros de una piel y sus misterios.  Justo en el centro y en los márgenes. Tatuados y no.

Y vuelvo, y veo, y trato de escribir. Colmillos en el dorso, tinta en las estrellas, símbolos, puntos, dedos. La foto en blanco y negro no me deja ver el color. 

El muchacho de Bentley reposa sobre el muro y sus texturas. Yo me pregunto si, de poder o querer, me hablaría de enigmas y de aristas, de agujas y filigranas. Leo un poema de Juárroz. En alguna parte hay un hombre… Las alas de Bentley se despliegan. Soy cobarde, le diría a la punta de sus ojos: me da miedo que duela. Me pregunto qué me respondería el filo de su tez, la tintura de su voz, las agujas de sus pómulos. Puede que me descifraran algo que llevarme a los dedos y a la página; un plano que seguir; una plantilla (al menos) sobre la que poder escribir alguna cosa (pobre tinta electrónica), grabada a sílaba lenta, carne y tegumentos. 

Pero el muchacho de Bentley lleva escrito algo brillante y agudo y fuerte en la mirada, y eso es lo que me gustaría contar con los dedos y las palabras y las estelas. Lástima que yo no sepa leer y navegar por entre los cuchillos que hay en sus ojos. La piel fina y abierta, los contornos, las fauces y los poros. 

El diafragma de la cámara le ha parpadeado y él no. Él sigue fijo mirando desde el muro. Le miro, me fuerzo a escribir: el ser humano más antiguo hallado con piel lleva tatuajes dibujados en su cuerpo neolítico. El ‘hombre de hielo’ tenía entre 57 y 77 tatuajes por todo el cuerpo… 

Podría seguir con los datos, navegar por la red, arriar las velas, pero miro al muchacho de Bentley y prefiero su estela: en ella intuyo, adivino o invento que, en alguna parte, hay un hombre que mira de frente con la piel, los ojos, las alas… de par en par abiertos.