Historias mínimas: Los ojos que me ven

Susana Gómez / José A. Díaz
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"El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve", Antonio Machado

Historias mínimas: Los ojos que me ven

N  o eres nada… Y yo añado: de eso. Es cierto. No soy NADA… DE ESO. Insisto. No soy nada de lo que ¿tú, vosotros, ellos…? ven. No soy. Tampoco quiero serlo. Me miras. Te miro. Te veo. ¿Me ves? 

Lo he escuchado otras veces. Lo he visto. Lo he olido. Casi he tocado su miedo. Un aroma a almendra amarga (como de arsénico). Un tufo a suicidio cotidiano. El rastro voraz que nos come por dentro y no disimula el perfume. El olor del rechazo. El pánico y la frontera. Del miedo al otro. Temor revestido de orden. El terror al margen. Un espanto cotidiano. La cobardía que vocifera. Son diferentes, sisean... Miedo al miedo. Miedo a todo. Miedo a sí.

Si adelgazo la memoria, si estrecho los recuerdos más afilados hasta convertirlos en los cuchillos que un día fueron, aún puedo ver sus sombras deformadas. Punzantes como agujas. Un vulgar recato. Una máscara o un embozo cogidos con alfileres. 

Me gustaría hablarles. No de las heridas ni de las miradas ni del miedo (el suyo). Les contaría del esperpento. De los espejos. De aquel callejón del gato que devuelve las líneas cóncavas, inquietantes. Tan oblicuas que no dejan tocarse el honorable mentón de pensar. Les hablaría del reflejo que ven. Del que no soy. De la imagen que pretenden ver. El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas… 

A veces veo el agua turbia de algunas pupilas; un cristalino empañado; un globo deformado. Un iris que me mira con una suciedad que yo no tengo. La mota en el ojo. La tibieza moral de lo ajeno. La cantinela del orden. No toméis el nombre de un dios vano (no es el mío). No abjuréis de esa naturaleza. No los hagáis pequeños, mandones, estrechos como mirillas o cuchillos o agujas y sombras. 

Sin visillos, levanto la cabeza y les miro. Les veo. No ven que todos los días son para el orgullo. Me pregunto si ese ojo que me mira lo ve y me ve. Estoy aquí.  Esta es mi mirada. Es blanco y negro pero se adivina un arco iris al fondo. ¿Lo ves? ¿Me ves? No sé si hay tesoro en los extremos. Pero soy. Y te veo.

Dijeron: no mires. No seas. No nos veas con esos ojos que no son ojos sino espejos. Te vemos. Son ojos porque los vemos. Con nuestros ojos, repitieron. Os veo con mis ojos, me atreví a decir. No sé si lo que escucharon fue su eco o mi voz.

Algunos me señalaron (yo entonces escuchaba): tienes lazos en la piel. No debes tenerlos. Haz nudos (de corbata, de zapatos, de mordazas… de lo que sea, pero nudos). Lazos nunca. En todo caso, esposas. Cambia tu mirada. Bórrala. Tírala. Que no quede rastro de tu forma de ver, de tocar, de vivir, de desear, de amar… Que se acabe todo rastro de tu estar y de tu ser. ¡Ante todo… parecer!

Oyénos. Dijeron. Míranos… ¡Mírate!, gritaron. Sin orden. Sin concierto. Hazte un… Y ponte otros zapatos. Y quítate el maquillaje. Pareces una… Mejor te pones otro que no se note. Un disfraz menos llamativo. Qué-van-a-pensar-los-vecinos. Qué-dirán-de-ti. Mírate. Míranos.

Cámbiate los vestidos, vuelve a ser lo que no eres. Sí, claro, deja de ser. Y tendrás nuestra bendición: serás uno de los nuestros. 

Un traje de piezas irá bien. Sin excentricidades… Sí, mejor con venda. En la sisa y en los ojos. En esos ojos que ofenden porque nos ven. 

Véndate el corazón. Y véndelo. Al orden. Al disfraz. Al uniforme. 

Y así podrás reconocernos, besarnos los hocicos, las garras que nos borran todo rastro. Serás de los nuestros, no lo dudes. Te pondrás frente al televisor. Lo mirarás con nuestros ojos. Esos ojos que te ven. Te quitarás los tuyos. Ya verás.

Aspiré hondo el gas, olía tan dulce: a manzana, a adormidera, a muerte ordenada y cierta. Casi deposito en la carcasa los pulmones.

Luego apuntaron con un anular acusador mi dedo (corazón). Has de ahogarte para respirar nuestro aire, susurraron. Pensé: es tan pequeña la porción que habitamos piel adentro… Casi llegué a creer que no merecía defender el oxígeno. Casi firmo. Un fogonazo de dolor: no eres nada.

Quise ofrecerles flores. Preguntarles la razón de su enojo. De su miedo. De sus contrariedades. Sus empeños. Comprender mi ofensa. 

Te alimentarás de yemas invisibles, anunciaron. De vainas vacías. Jirones de la carne permitida. Seré de los suyos… Los guantes me quedaban grandes o pequeños, así que quise tocar el forro de mi vida con los dedos desnudos.  Y allí estaba yo. Entonces recordé (desconcierto) los verbos: abrir, pulmón. Ser. 

Repetí mirándoles a los ojos: Es cierto. No soy nada… De eso. ¿Por qué os ofendo tanto?

Algunos dijeron: son tus ojos. Que nos ven.