No hay semana ya en la que percibamos uno cierto sosiego y madurez social y política. Y no lo digo sólo por el impacto de la sexta ola del coronavirus, que daría por sí misma para un tratado de como tropezar en la misma piedra una y otra vez sin ningún rubor ni vergüenza pública.

Hace tiempo que los partidos se han instalado en el tacticismo y en el regate corto para que, a unos, les mantenga en el poder y a otros, los aproxime a esa atalaya tan anhelada. Lo del debate ideológico ya es lo de menos. Y no digamos los problemas reales de la calle y de los abnegados ciudadanos. Se impone un populismo que contamina casi todo sin importar las formas ni los contenidos.

Ejemplos los tenemos a diario. Con un primer ministro británico aferrado a la mentira tanto o más como al combinado con hielo y burbon. Con un tenista número 1 en la pista pero muy alejado de la ejemplaridad que cualquier deportista de elite debe preconizar, abriendo telediarios en todo el mundo como si fuera la gran noticia del siglo. O con un ministro, el de Consumo, abonado a las polémicas más estériles aunque se juegue gratuitamente con el pan de las familias del campo. Mires dónde mires, da la sensación de que hemos perdido el rumbo y que la inmediatez de los intereses personalistas y partidistas priman por encima del bien común, una cuestión ésta que queda muy estética en medio de discursos y diatribas pero que, como bien sabemos, es un absurdo cuento sin viñetas ni color.

Para mí tengo que la población en general ya no sólo tiene fatiga pandémica, sino que el cansancio y el hartazgo que propician los órganos decisorios de los partidos y los mandamases de las administraciones ha venido para quedarse entre nosotros largo tiempo. Es como si nos diera igual quienes van a asumir las altas responsabilidades públicas, porque la ilusión y la motivación se la han cargado entre unos y otros, mires dónde mires. Una pena.