Historias mínimas: Azul

S.Gómez / J.A.Díaz
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Pasábamos y veíamos y soñábamos. Estaba linda la mar, el viento, el palacio de diamantes, el rebaño de elefantes… En el interín espiábamos, a hurtadillas, el gesto de los acróbatas, el de los reyes y las princesas de las carpas, un techo azul como el

Historias mínimas: Azul

Pasábamos y veíamos y soñábamos. Estaba linda la mar, el viento, el palacio de diamantes, el rebaño de elefantes… En el ínterin espiábamos, a hurtadillas, el gesto de los acróbatas, el de los reyes y las princesas de las carpas, un techo azul como el firmamento nos cobijaba. Veíamos mantos de tisú, lentejuelas, domadores, Pinito del Oro, Ángel Cristo y su melena, un globo dos globos tres globos… Los payasos de la tele nos hacían guiños en blanco y negro, y la pantalla se hacía de colores cuando las manos grandes de nuestro padre colocaban celofanes azules, rojos, verdes sobre la selva de Tarzán y el cañón (¿colorado?) de John Wayne. El UHF era un invento a tiro de botón: un punto de luz, y sobre el transformador aparecía Charli Rivel, con su largo lamento en plano corto. Mi padre decía que era el mejor. A mí, no sabía por qué, me producía una tristeza indefinida, una desazón suave que no sabía cómo abrazar. No acertaba si tendría que reír o correr a consolarle... Yo nada intuía entonces de su depresión tras actuar en la Alemania nazi, del chupete que un niño le ofreciera un día para calmar su llanto (esa vez impostado); nunca había oído hablar de Houdini y otros escapismos. Tampoco había visto los zurcidos mal disimulados en las mallas de algunas trapecistas; el desamparo que a veces soportan los forzudos; los trabajos y los días de los hombres bala; la quemazón de los tragafuegos; la desilusión de un ilusionista… Nada sabía de las voces de los ventrílocuos, del temblor de (ciertos) inciertos zanqueros, de las costuras de los nómadas. La Ciudad de los Muchachos era, siempre, el País de Nunca Jamás. Todo luz y solo luz. – Esta niña parece Pinito del Oro, siempre en lo alto… Tan hermosa la estrella circense. Tan sonriente y salvaje su melena de sombras bajo el cielo y sobre el mar…

Un día descubrimos que los equilibristas que llegaban a las eras (Santa Bárbara en la memoria) también habían de pisar el barro y los charcos. En la mañana de lluvia los vimos chapotear a contraluz, sobre el nublado de sus botas viejas, pesadas, mates a fuerza de rozarse. Gastados los guantes. Deslucidos los chubasqueros. Eran los magos, los titiriteros, los mimos, los monociclistas, los alambristas. Habían amanecido pegados al lodo que atascaba sus roulottes.

Tiempo después, una tarde de sábado en la que nuestros padres hacían cola (en la mano el descuento de los papeles de colores que nos daban en el colegio), miramos a los ojos a los lobos árticos, al león y al oso. Desde nuestra breve altura pensamos que quizá, solo quizá, aquellos animales grandes y fuertes que iban de un lado a otro tras los barrotes (esos que luego veríamos traspasar aros, subirse a los taburetes, encaramarse fieros o graciosos a la fiesta y a las risas por si el látigo) quizá, pensamos, estarían mejor en las tierras que dejaban imaginar los libros de Fauna: paisajes sin focos; espacios con lunas y estrellas de las otras; lugares de luces y de sombras donde anochecieran de tanta lentejuela y brillantina. Y pasamos. Y vimos. Y soñamos… Pinito del oro (todas se le parecían a nuestros ojos) se dejaba caer suspendida en el aire, bailaba ágil y bellísima sobre sus empeines rosados y gentiles, una reina magnífica y flexible por encima de la pista y las miradas y la respiración detenida. Seguía camino arriba, por la luna y más allá (su padre era circense, así que ella seguro que tenía permiso), como una estrella rutilante y divina sobre nuestra mortal torpeza. Su resplandor inundándolo todo. Una flor de luz. Una princesa. Tan bonita, Margarita… 

El director vestía ropas brillantes. Por la orilla de la pista desfilaba un payaso tonto y otro listo; un elefante se balanceaba. Nada conocíamos de las tristezas de los arlequines y sus espejos. Fuera, en un quiosco que aún parecía de malaquita, una mujer con ojeras de lirio faenaba sobre la olla. El algodón de azúcar era rosa como las flores y olía a esencia sutil de azahar. Igual que el aliento de Margarita del Oro. La lona, azul y blanca como el firmamento, ondeaba por encima de la era castellana. Pinito era feliz en el trapecio y llevaba un prendedor en la solapa. Había versos, perlas, plumas, flores. Santa Bárbara y sus luces. Era la era verdadera… La misma que esta noche de estrellas, de farolas y sombras, descansa el colegio de los circenses su tráiler de Spiderman y payasos. Blanco y negro sobre fondo nocturno. Trato de imaginar los colores. Dan ganas de ponerle un celofán: Y pasar. Azul de cielo y de mar. Y ver.  Azul de circo. Y soñar. Estos días azules, este sol de la infancia.