Las vidas perdidas

Agencias
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Un hombre y una mujer, dos almas rotas por una operación impuesta que cambió para siempre el rumbo de sus destinos

Las vidas perdidas - Foto: AgustÁ­n de Gracia

«Aún espero que mis padres se arrepientan», confiesa Cristina, con síndrome de Asperger y esterilizada a los 18 años para evitar que tuviera «hijos enfermos». Saburo Kita, a sus 76, pide que le devuelvan la parte de vida que le quitaron en su adolescencia «para cumplir la cuota». María Elena Carbajal, con 50, se siente «como una anciana de 80» por una traumática ligadura de trompas que la quebró para siempre.

Saburo y María Elena son víctimas de macabras políticas de control poblacional en Japón y Perú, respectivamente, en pleno siglo XX. Cristina fue esterilizada hace solo una década en España, donde hasta hace muy poco se practicaban cerca de un centenar de estas intervenciones al año.

Es la herida perpetua que arrastran mujeres y niñas discapacitadas, miembros de minorías étnicas o raciales, enfermas de sida, transgénero o pobres: las víctimas mayoritarias de un hecho que también afecta, aunque en menor medida, a hombres y adolescentes.

La esterilización forzada es una de las violaciones de derechos humanos más generalizadas del mundo (al menos 38 países la practicaban en 2017), pese a estar tipificada como un crimen de guerra y lesa humanidad (Estatuto de Roma, 1998) y como una forma de violencia específica contra la mujer (1995) y de tortura (2008) por Naciones Unidas.

¿Cómo es posible que siga practicándose? Víctimas, activistas, políticos, científicos e historiadores coinciden mayoritariamente: es inconcebible, fruto de falsos mitos y reflejo del lado más sombrío de una sociedad que sigue dominada por patrones patriarcales.

 

SABURO KITA , Japón

«Sentí que hacían algo por debajo, pero yo no sabía qué»

a Saburo Kita lo llevaron a un internado porque su padre no tenía dinero para ocuparse de sus estudios. Al poco tiempo de llegar, lo esterilizaron sin que supiera lo que estaba ocurriendo. «Sentí que hacían algo por debajo, pero yo no sabía qué», relata en su pequeño piso del oeste de Tokio, sentado en el suelo y de espaldas a un altar con el retrato de su difunta esposa. Saburo es uno de los 25.000 esterilizados en Japón entre 1948 y 1993 -unos 16.500 sin consentimiento previo-, un escándalo por el que el Gobierno nipón se disculpó públicamente.

Él lo mantuvo oculto durante mucho tiempo, hasta para los más íntimos: su esposa lo supo días antes de morir. «Le pedí perdón porque me hicieron la operación y no pude darle un niño. Ella me dijo: Aunque ya no esté contigo, sigue comiendo bien, por favor. Así murió», recuerda.

Los ribetes del caso han comenzado a salir a la luz con el tiempo. Aunque 8.500 de los esterilizados firmaron su conformidad, muchos fueron obligados a ello. Solo 21 han pedido una indemnización a los tribunales, cuenta Naoto Sekiya, el abogado de Saburo.

En Japón, las esterilizaciones se practicaron fundamentalmente a enfermos o discapacitados físicos o mentales. Pero lo que le pasó a Saburo es aún más trágico: se trataba de cubrir una cuota. El comisionado de salud pública a cargo del internado «buscaba más gente» y consultó al director de la institución «para ampliar el número». A Saburo le tocó, porque «se portaba mal».

Él aún recuerda ese día. Un maestro lo llamó y le condujo al médico. Con 14 años y sano, no entendía por qué estaba allí. «La enfermera me obligó a desnudarme desde la cintura. Después sentí una inyección en mi espalda, no sabía que era la anestesia».

Salió del lugar con dudas. «Un día alguien me preguntó si sabía qué me habían hecho. Le contesté que no y me dijo que era la operación que impide tener hijos. Me quedé sorprendido».

Con el tiempo conoció a otros que pasaron por lo mismo y algunos, como él, llegaron, incluso, a los tribunales.

Aunque Japón aprobó una compensación para cada víctima de 3,2 millones de yenes (unos 27.000 euros), no todos la han conseguido. «No hay un registro de mi operación», señala Saburo, que el pasado 30 de junio perdió el juicio por haberse superado los 20 años desde la esterilización. Pero no se da por vencido y recurrirá: «No se trata de dinero, quiero que me devuelvan parte de mi vida».

 

M. ELENA CARBAJAL , Perú

«Mi marido no quiso saber nada de mí y tuve que irme»

María Elena Carbajal fue esterilizada el 18 septiembre de 1996, tras dar a luz a su cuarto hijo con una mala praxis, en medio de dolores y mentiras, y bajo la presión de perder a su recién nacido.

«Vinieron los médicos y las enfermeras para que me ligara. Yo les dije que no, que a mi esposo no le iba a gustar, pero repetían: no es necesario que firme, podrá volver a tener hijos. De tanta insistencia y para que apareciera mi niño, tuve que aceptar», recuerda entre lágrimas.

Unas 300.000 indígenas, la enorme mayoría mujeres pobres, fueron esterilizadas a la fuerza entre 1996 y 2001, cuando Fujimori instauró un sistema eugenésico sin parangón tras el nazismo.

Los enviados gubernamentales llegaban a los lugares más remotos, donde puerta a puerta chantajeaban a las mujeres. «Bajo la excusa de reducir la pobreza aplicaron una política racista y patriarcal destinada a acabar con poblaciones quechúahablantes», relata Esther Mogollón, coordinadora del Grupo de Reparaciones de Esterilizaciones Forzadas (GREF). Ella ha escuchado miles de testimonios de mujeres atadas, golpeadas, operadas sin sedación o con anestesia para animales comprada en EEUU, como la que usaron con María Elena, para quien, tras la esterilización, comenzó un larguísimo calvario.

«Mi marido no quiso saber nada de mí y tuve que irme con mis cuatro hijos (...) fue muy difícil, no solo lo que ocurrió hace 23 años, sino los siguientes 23». 

Su segunda pareja también se marchó al descubrir que ya no podía tener descendencia.

Junto al daño psicológico, está el deterioro físico. «No genero hormonas (...), padezco artrosis de rodilla, hombros y columna (...) tengo 50 años, pero me siento como una anciana de 80, y no es justo», mantiene con rabia la actual presidenta de la Asociación de Víctimas de Esterilizaciones Forzadas de Lima y Callao.

Sus hijos no supieron nada hasta 2017, cuando comprendió que lo que le habían hecho «era un delito» y no «una casualidad». Se inscribió en el registro de víctimas, empezó a recibir ayuda psicológica y descubrió muchos casos «peores» que el suyo.

Más de 20 años después, estas mujeres continúan reclamando una justicia que no llega porque «la corrupción y el fujimorismo siguen latentes», entre la «falta de compromiso político» y la «indiferencia» de una sociedad que prefiere no mirar al pasado.

«Fue un tabú y lo sigue siendo», asegura María Elena, indignada porque «ni las cicatrices, ni las declaraciones, ni el sufrimiento» son pruebas suficientes para que el caso, con al menos ocho fallecidas y varias desaparecidas, reciba la compensación que merece.

El 11 de enero de 2021, tras 16 años de investigación de la Fiscalía, la Justicia peruana abrió la primera audiencia por el causa, en la que no estuvo Fujimori por razones de salud. El exmandatario preso es uno de los denunciados junto a sus exministros de Sanidad Eduardo Yong Motta, Marino Costa Bauer y Alejandro Aguinaga, además de varios cirujanos que intervinieron directamente a las víctimas.

La coordinadora del GREF destaca la «resiliencia» de estas mujeres: «sorprende que no busquen venganza, que solo quieran que se conozca su historia y se atienda su salud». Y María Elena recita el lema que resume la lucha de todas: «Verdad, justicia y reparación».