Una década para y por la evangelización. Esa es la clave del Pontificado de Francisco para transformar no solo la Iglesia Católica desde dentro sino también las relaciones del Vaticano con el resto de actores internacionales.
El Papado de Jorge Bergoglio, que el próximo día 13 cumplirá 10 años en el Trono de San Pedro, se ha caracterizado por una revolución tranquila de la Iglesia. Con un perfil menos clerical y teológico que su antecesor Benedicto XVI, el Santo Padre jesuita ha concentrado la mayor parte de sus energías en esta tarea: predicar la fe de Cristo por todos los rincones del mundo, desde el propio Vaticano hasta el lugar más recóndito del planeta.
Además de la evangelización, el primer Pontífice latinoamericano en la Historia de Roma ha creado un estilo propio marcado por la lucha contra los abusos de la Iglesia, la integración de la mujer, la aceptación de los pobres, el recuerdo a los cristianos perseguidos, el acercamiento a otras creencias y líderes religiosos y, sobre todo, la reforma de la Curia y la renovación de la constitución apostólica.
Pero todo esto no hubiese sucedido si su antecesor, Joseph Ratzinger -fallecido el pasado 31 de diciembre-, no hubiese decidido retirarse del Ministerio Petrino el 28 de febrero de 2013, tan solo ocho años después de tomar las riendas del Vaticano. En su anunció de desistimiento ante los cardenales, Benedicto explicó en latín que ya no tenía fuerza física suficiente para dirigir la Iglesia y que la decisión había sido tomada de forma consciente y en plena libertad.
Trece días después de su abdicación, el cónclave cardenalicio eligió en una lluviosa tarde de invierno a un nuevo Pontífice, un Santo Padre que a priori no estaba en las quinielas y que para muchos era hasta desconocido.
Era el Papa número 266 que se sentaría en la silla de San Pedro, pero el primero que llegaba del otro lado del mundo. Un continente, sin embargo, de donde proceden hoy en día cerca de la mitad de los fieles de una comunidad integrada por 1.300 millones de católicos.
Quienes le eligieron sabían que era el inicio de un Pontificado revolucionario, un Ministerio que urgía cambios en una Iglesia salpicada por toda suerte de escándalos.
Las primeras reformas, aunque fuesen aparentemente superficiales, no tardaron en llegar. El primer y significativo gesto fue que Bergoglio se negó a trasladarse en limusina y con chófer para ir a cenar con el resto de cardenales a la Domus Santa Marta tras ser nombrado Papa aquella noche del 13 de marzo. Ese ademán y el hecho de que escogiera el nombre de Francisco -en referencia a Francisco de Asís, el santo de los pobres- ya denotaban que aquel nuevo Santo Padre sería diferente a los anteriores. Pero lo que nadie esperaba entonces es que llevara a cabo una transformación, aunque fuese silenciosa.
El que es también primer Papa perteneciente a la Compañía de Jesús evitó vivir en el lujoso apartamento del Palacio Apostólico del Vaticano, donde tradicionalmente han residido los pontífices desde 1903. Prefirió quedarse en la modesta residencia de Santa Marta, donde se alojan los cardenales cuando viajan a Roma.
De hecho, Francisco se ha caracterizado durante esta década por su trato directo con la gente, su cercanía y el saber escuchar. Suele detenerse a saludar en las audiencias, invita a indigentes a almorzar e, incluso, lava los pies a los presos en la celebración de Jueves Santo.
Cultura de servicio
El día que Bergoglio cumplía un mes como Papa anunció la creación de un consejo formado por ocho cardenales, procedentes de los cinco continentes, para que le ayudasen a reformar la Curia vaticana. El objeto de este cónclave, cuyos miembros fueron elegidos por el Pontífice, era simplificar la estructura vaticana para que fuese más ágil y menos burocrática.
Aunque el proceso sea lento, el Obispo de Roma ya ha dado los primeros pasos para descentralizar la Curia y traspasar algunas competencias a las conferencias episcopales. La intención es que el Vaticano tenga un perfil más cercano y más de cultura de servicio, y que concentre la mayor parte de sus energías en la evangelización.
Para ello, Francisco apuesta no solo por la profesionalidad, sino también por la incorporación de laicos a la estructura de la Iglesia y por una serie de mandatos limitados. Además de la asunción de una presencia más intensa de la mujer en ciertas labores.
Precisamente, el Santo Padre exige un mayor control económico y más caridad para evitar casos pasados u operaciones de riesgo. El objetivo es garantizar que las acciones económicas se destinen fundamentalmente a la misión esencial de la Iglesia.
Parece que una década es aún poco tiempo para cambiar una institución de dos milenios de vida, pero con determinación y pequeños gestos el Papa Francisco ha conseguido, como mínimo, mostrar una Iglesia más transparente, misericordiosa y con las puertas abiertas. Y, con ello, ha contagiado el llamado efecto Francisco a las parroquias de todo el mundo.