La pluma y la espada - Miguel de Cervantes

El valiente soldado que iba para capitán de los tercios (I)


El autor de ‘El Quijote’, que tuvo una infancia y adolescencia duras, fue en su juventud un gran militar que hubiese hecho carrera de no haber sido raptado

Antonio Pérez Henares - 03/04/2023

En el imaginario popular visualizamos siempre a Miguel de Cervantes, cumbre de las letras españoles y mundiales, como un señor ya de avanzada edad, casi o sin casi, un anciano, canoso, manco y consumido. Y no está desencaminado el retrato. El Cervantes escritor era ya un hombre maduro y golpeado por la vida y las desgracias. Pero hubo un Cervantes previo, cuando aún no se había añadido el literario Saavedra, joven, valiente, temerario incluso, un soldado curtido en numerosas batallas, comenzando por «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (prólogo a la segunda parte de El Quijote, 1615), la victoria sobre el imperio otomano en el golfo de Lepanto. 

 Ese fue el otro Cervantes, mucho más desconocido, cuya aspiración, que estaba a punto de conseguir, era llegar a capitán de aquellos temibles y gloriosos tercios, invencibles y dueños de Europa durante más de siglo y medio. En pos de ellos y con una carta de recomendación de nada menos que de don Juan de Austria y otra del duque de Sessa es por lo que había dejado Italia, donde había pasado los últimos seis años sirviendo en el Tercio Lope de Figueroa a las órdenes de Manuel Ponce de León. Fue cuando ya llegaba a la península, y teniendo ya a la vista Palamós, cuando la galera en la que venía con su hermano Rodrigo, soldado también, fue apresada por los piratas berberiscos y conducido como cautivo a Argel. Allí murieron sus sueños de mandar una compañía, aunque peleó por conseguirlos, protagonizando cuatro intentos frustrados de fuga y no pudiendo regresar libre a España hasta finales de 1580 con 33 años cumplidos y muy quebrantado su cuerpo por los castigos sufridos.

Había nacido en Alcalá de Henares, en 1547, posiblemente el 29 de septiembre, día de san Miguel, siendo bautizado el 9 de octubre en la iglesia de Santa María la Mayor. Lo digo porque saldrá, ha salido ya el falsario psico-historiador catalán diciendo que era de Olot. El padre era un cirujano modesto y Miguel, el cuarto de los siete hijos que tuvo el matrimonio. El linaje paterno tenía ascendente gallego y antes habían andado por Córdoba, donde un antepasado, su abuelo, el licenciado Juan de Cervantes, tuvo cargos de alguna relevancia, entre ellos el de abogado de la Inquisición. Fue justo el que le seguía en edad a él, Rodrigo, con quien tuvo más cercanía y compartió sus años mozos y sus peripecias militares.

Este cuadro de finales del siglo XVI ilustra una de las mayores gestas de la Historia de España: la Batalla de Lepanto que mostró el poder de la artillería europea sobre la marina otomana. Este cuadro de finales del siglo XVI ilustra una de las mayores gestas de la Historia de España: la Batalla de Lepanto que mostró el poder de la artillería europea sobre la marina otomana. Hijo de hidalgo

Sus padres marcharon pronto de Alcalá y cuando él tenía cinco años se establecieron en Valladolid, donde aún les fue peor, acabando su progenitor arruinado, embargado y en la cárcel, de la que se libró al lograr que se le reconociera su condición hidalga. O sea, que la familia andaba a ramal y media manta y en continua mudanza, pues una vez liberado el hombre, marcharon a Córdoba primero, luego a Sevilla, para acabar por recalar en Madrid en 1566 con Miguel a punto de cumplir ya los 20 años.

Algo había estudiado, aunque no mucho. Y es dudoso que pisara siquiera Salamanca, pero sí que estuvo en algún colegio jesuita, como él mismo evoca en su novela El coloquio de los perros. Con certeza se sabe que en Madrid recibió clase de un catedrático de gramática, Juan López de Hoyos, en uno de cuyos libros Cervantes incluye tres poesías por encargo de su maestro, a quien consideraba «nuestro caro y amado discípulo». Como escritor y por entonces y para buenos lustros más después, ya no hubo más letras que juntar.

Lo que no tuvo más remedio que hacer, y que demuestra que no eran aquellos tranquilos caminos por los que andaba, fue salir a escape de la Península para no acabar en prisión, pues a ello había sido condenado en rebeldía el 15 de septiembre de 1569 por haber herido con varias estocadas a un tal Antonio de Segura. Miguel, junto con su hermano Rodrigo, había puesto rumbo a los dominios españoles en Italia, para hurtar de ese trance e intentar sentar plaza como soldado. Desde allí, más a salvo, pidió a Madrid -y consiguió- certificado de limpieza de sangre, o sea de no tener ascendiente judíos mayormente, que se otorgó y que le permitió respirar más tranquilo, pues ello aminoraba los peores efectos de su condena, entre los cuales se incluía el que «con vergüenza pública, le fuese cortada la mano derecha» amén de un destierro por 10 años.

Llegado a Nápoles, todo aquello quedaba atrás. Un pariente suyo, Gaspar de Cervantes, que andaba por allí, lo colocó de camarero de un obispo italiano que llegaría a cardenal. Pero no duró ni un año en el oficio, pues en 1571 ya estaba alistado en la compañía del capitán Diego de Urbina, del Tercio de Miguel de Moncada. Justo para llegar a tiempo a Lepanto. El literato, junto con su compañía, embarcó en la galera Marquesa, una de las que estaban al mando de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y que resultaron cruciales para el resultado de la batalla ganada por la flota cristiana liderada por don Juan de Austria, hermano del rey Felipe. 

Su bautismo de sangre en combate tuvo lugar aquel glorioso 7 de octubre de 1571 de la Batalla de Lepanto. El joven Cervantes dio pruebas sobradas de valor, como recogió un acta judicial realizada en Madrid (1578) en la que varios testigos hicieron pública declaración de su comportamiento en aquella jornada. 

"No estaba para pelear"

Así lo cuenta el alférez Gabriel de Castañeda: «Que al tiempo y sazón que se reconoció el armada del turco por la nuestra española, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura. Este testigo vio que su capitán y otros amigos suyos le dijeron que, pues estaba malo, no pelease, se retirase y bajase debajo de cubierta de dicha galera, porque no estaba para pelear; y entonces vio este testigo que el dicho Miguel de Cervantes respondió al capitán y a los demás, que le habían dicho lo susodicho, muy enojado: 'Señores, en todas las ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra Su Majestad, y se me ha mandado, he servido muy bien, como buen soldado; y ansí agora no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de Su Majestad, y morir por ellos, que no bajarme so cubierta'. Y que el jefe le pusiese en parte y lugar que fuese más peligrosa, y que allí estaría o moriría peleando, como dicho tenía. Y ansí, el capitán le entregó el lugar del esquife con 12 soldados, adonde vio este testigo que peleó muy valientemente como buen soldado contra los turcos, hasta que se acabó la batalla, de donde salió herido en el pecho de un arcabuzazo, y en una mano, de que salió estropeado. Y sabido por el señor don Juan de Austria cuán bien lo había hecho, le acrecentó cuatro o seis escudos de ventaja de más de su paga». 

 O sea, que pudiendo escaquearse, no lo hizo, sino que luchó como un león en un puesto de máximo peligro, y que, aún herido, combatió hasta el final de la lid, y que el propio capitán general Juan de Austria supo de ello y lo premió aumentándole la soldada. Un cuadro del gran pintor contemporáneo Augusto Ferrer ha querido plasmar, en contraposición con la imagen habitual que tenemos de él, a ese Cervantes poco conocido, a aquel hombre joven, aguerrido y valiente, que como tantos otros formaron parte de aquellos Tercios sin rival y que he querido elegir, con su permiso, para ilustrar esta parte de su vida a la que no se ha prestado apenas atención.

De los dos arcabucazos tardaría un tiempo en reponerse, pasó seis meses en el hospital de Messina (Italia). Pero, a la postre, el que le dejó secuelas fue el disparo sufrido en la mano izquierda, donde un trozo de plomo le seccionó un nervio y se la dejó para siempre un poco anquilosada. Le valdría luego el apodo de El manco de Lepanto del que se sentía orgulloso. De todos modos, esto no le impedía seguir en el oficio de las armas sentando plaza en la compañía del capitán Manuel Ponce de León del tercio del aguerrido y famoso Lope de Figueroa. Calderón de la Barca al retratarlo en El alcalde de Zalamea hizo perdurar su memoria hasta hoy. A sus órdenes sirvió y fue creciendo en prestigio en tales cometidos en las expediciones de Navarino (1572), Corfú, Bizerta y Túnez (1574) que culminaron con la toma de esta última ciudad por Juan de Austria. 

Tras aquella nueva victoria retornó a Italia y allí permaneció hasta mediados de 1575 recorriendo con las tropas las guarniciones de Sicilia, Cerdeña, Genova y la Lombardía.

Cuantioso rescate

Decidido a ascender en la vida militar, aspiraba a que le concedieran el grado de capitán. Regresaba a España al lado de su hermano Rodrigo, con cartas de recomendación del hermano del propio rey y máxima figura entonces de todos los ejércitos cristianos, cuando teniendo ya a la vista tierra española, la Costa Brava, entre Palamós y Cadaqués, la galera Sol en la que iban fue asaltada (26 de septiembre de 1575) por una flotilla pirata al mando de un renegado griego, Arnauti Mani, que consiguió apresarles, y los dos hermanos Cervantes fueron conducidos cautivos a Argel. Encontradas entre sus ropas aquellas cartas del hermano del Rey y otra del duque de Sessa, sus captores supusieron que era persona importante. Adjudicado como esclavo al griego Dali Mani, este consideró que la cifra por su rescate sería de 500 escudos de oro. Una cifra que, unida a otra similar para su hermano, haría inviable el pago por su familia, nada sobrada de recursos. Un largo cautiverio al que Miguel de Cervantes no se resignaba, intentando fugarse una y otra vez. 

Su vida y sueños como soldado iban a acabar en cierto modo allí. Los recuerdos de Italia, de las batallas libradas y las peripecias sufridas iban a seguir sin embargo para siempre en su recuerdo, una memoria que permanecería para siempre en su visión de la vida, su carácter, sus principios y valores y estaría siempre presente en el fondo de sus obras.

Uno de sus poemas posteriores rendiría homenaje a un hecho, anterior a su llegada a Italia, fijado en el corazón de los tercios españoles allí destacados: el asedio de Caltenuovo por el pirata Barbaroja con 50.000 hombres a la fortaleza defendida por 3.000 soldados españoles comandados por Francisco Sarmiento, quienes antes de perecer les causaron 30.000 bajas. 

Los pocos supervivientes fueron trasladados a Constantinopla y allí acabaron por protagonizar una increíble fuga en la que la veintena que aún quedaban con vida consiguió la libertad. Su ejemplo pareciera ser el espejo en el que Cervantes se miraba para intentar huir de Argel.