Cuando la poesía se llama Leonor

José Javier Romera Molina
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El coleccionista soriano José Javier Romera Molina narra los últimos meses de vida de Leonor Izquierdo desde el diagnóstico de su enfermedad

Cuando la poesía se llama Leonor

Mientras París celebra en una espiral de locura y alegría su fiesta nacional, Leonor tiene los primeros vómitos de sangre. Desesperado, Antonio corre en busca de un médico que no encuentra. No sabemos los contactos que le fueron facilitados, pero sí sabemos que al día siguiente, 15 de julio, Leonor queda ingresada en el hospital de San Lázaro y atendida de todos los cuidados necesarios. La estancia de la enferma durará 55 días, al cabo de los cuales el matrimonio regresa a Soria. Corren los primeros días de septiembre de 1911. Pero, ¿cómo empezó todo?  Así lo relata Concha Cuevas, tía de Leonor, y lo recoge Heliodoro Carpintero en su libro Antonio Machado en su vivir.

En una mañana de los primeros días de julio, días en los que el matrimonio se complacía en planear sus vacaciones, don Antonio marchó a sus quehaceres y Leonor quedó terminándose de arreglar para salir a sus compras. Quedaron en encontrarse en el lugar habitual. Ella salió para hacer sus provisiones a los establecimientos conocidos. Le quedaba sobrado tiempo hasta reunirse con su marido y lo aprovechó para ir a los grandes almacenes 'La Samaritana', en la orilla derecha del Sena, frente al puente nuevo. Era un placer que sólo podía lograr estando sola. Allí  Antonio tan sólo entró una vez y quedó mareado y cansado. Leonor recordaba que hizo alguna compra. Se distrajo. Cuando se dio cuenta de la hora salió precipitadamente. Llovía. Cruzó el puente. Se disponía a tomar un coche para que don Antonio no se impacientara, cuando advirtió que había perdido el bolso. Se sobresaltó. Sin pensar más, volvió a cruzar el puente, entró en 'La Samaritana', y preguntó en las secciones en las que se había detenido. Nada. El bolso se había perdido o se lo habían quitado. Quedó anonadada. Era muy tarde. Llovía con fuerza. Y se dio la caminata angustiada, chorreándole el pelo. Antonio le pidió que se serenara, que no hablara. Tomaron un coche y regresaron al hotel. La hizo cambiar de ropa, entre sollozos y estremecimientos. 

Mientras tanto, él hizo café, que ella bebió a pequeños sorbos. Mientras, don Antonio trataba de secar aquella amada cabeza. Dijo con ternura: «Dime hija mía ¿Qué te ha ocurrido?». Cuando se enteró no pudo contener su indignación: «¡Y todo por un maldito bolso!». «Antonio, era el que tú me regalaste…». La indignación se canalizó en risa -y contemos que Machado en muy contadas ocasiones rió- pero la risa quedó cortada. Leonor, no reaccionaba. Don Antonio la tomó en sus brazos, quería darle el calor de su cuerpo. Durante unos días Leonor no se encuentra bien. Don Antonio redobla sus cuidados y ternuras. Ha encarecido a su mujer que olvide la pequeña peripecia. En cuanto cobre fuerzas, saldrán juntos a comprar otro bolso. 

Cuando la poesía se llama LeonorCuando la poesía se llama LeonorPero ya no tendrán ocasión de hacerlo porque el 14 de julio de 1911 -precisamente en esa fecha en que París parece perder la razón entre músicas y bailes populares - Leonor sufre la primera hemoptisis. Don Antonio recorre su más doloroso vía crucis en busca de un médico. Nunca en su vida se sentirá más solo que ese día entre la multitud. Alguien, sin embargo, ha debido tenderle la mano, y realizar unas gestiones oportunas. Sentimos no poder conocer su nombre. Pero sabemos que al día siguiente, 15 de julio, fue trasladada a la Maison Municipale de Santé, rue du Faubourg, St Denis, 200, donde quedó debidamente instalada y atendida. Precisamente, dos días después, Machado escribe a Rubén Darío: «Querido y admirado maestro. Una enfermedad de mi mujer, que me ha tenido muy preocupado y convertido en enfermero, ha sido la causa de que no haya ido a visitarle como le prometí. Afortunadamente, hoy, más tranquilo, puedo anunciarle mi visita para dentro de unos cuantos días, a fin de semana. Le quiere y admira. Antonio Machado».

En vano resultaron los esfuerzos del poeta sevillano. Al regreso del matrimonio de París, Leonor venía enferma de hemoptisis. De vuelta a Soria, Antonio empuja la silla de una inválida por la cuesta del Mirón, tratando de airear los pulmones de una joven que con 17 años se moría a chorros. La primavera no quiso hacer el milagro y el jueves, primero de agosto de 1912, mientras Soria entera está engalanada por la visita de la infanta Isabel, mientras la ciudad se llena de banderas y estandartes, Antonio sale de la pensión y se dirige hacia la calle Zapatería, en busca de Don Isidro Martínez, párroco de La Mayor, para que asista espiritualmente a la enferma y le pueda ser administrado el Santo Viatico en su agonía. Testimonios de la época aseguran que al poeta daba pena verlo. Andaba con pasos torpes y vacilantes y tenía lágrimas en los ojos, lágrimas de tristeza y desconsuelo. Unas horas después, a las diez de la noche de ese mismo día, Leonor entra en un colapso. El cuadro médico presenta vómitos, bradicardia, insuficiencia respiratoria y pérdida del conocimiento. Así se apaga una vida con 18 años recién cumplidos. La muerte no perdona… Dice en una carta a Rubén Darío: «Mi  mujer era una criatura angelical, segada por la muerte cruelmente… Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir…». 

El tres de agosto, tras oficiarse misa de honras fúnebres en Santa María La Mayor, Leonor es conducida en una caja blanca a la sepultura número 432 del cementerio católico, siendo trasladados sus restos en mayo de 1938 al lugar que ocupa actualmente. El poeta se marcha de Soria, con su madre Ana Ruiz, en un tren que partía hacia Madrid unos días después. La muerte de Leonor deja profundas heridas en el alma y en la pluma de Machado, quien  ya no puede soportar el dolor de una Soria sin Leonor. 

Y Doña Isabel Cuevas pierde a su niña del alma, a su Leonorina, como le gustaba llamarla. Poca, muy poca suerte tuvo Doña Isabel con sus tres hijos, porque a los tres los vio morir. Tras Leonor, vendría la muerte de Antoñita, con 38 años, y luego la de Sinforiano. Era Doña Isabel, mujer de hondas raíces religiosas, muy trabajadora. La vida no la trató bien. Ya de viejecita tuvo que irse a la calle de San Juan. Allí pasaría los últimos años de su vida, levantándose todas las mañanas a las cinco para ir a rezar a las Siervas de Jesús y luego a las labores del hogar. Tenía en el recibidor de su casa un retrato de su Leonorina y un ejemplar de Campos de Castilla, con la dedicatoria del poeta: «A mi Leonorina de mi alma. Antonio». Todos los días, Doña Isabel, cuando ya casi había perdido la vista, besaba el libro y recordaba a Don Antonio, que tanto quiso a su niña. Tampoco tuvo fortuna con su matrimonio,  siendo su marido Ceferino Izquierdo. Hallándose  su esposo en el puesto de Gómara, cansado de tantos destinos, de la dura y sacrificada vida militar de aquellos años y de la mala paga y viendo poco porvenir para sus tres hijos -Leonor, de 13 años; Sinforiano, de 10 años , y Antonia, de pocos años- pide la licencia absoluta y se la conceden el 31 de agosto de 1907 (día de San Ramón Nonato). Esta fecha figura anotada en su ficha y firmada por el 2º Jefe Accidental, Narciso Hernández Hernández. Llevaba casi 22 años de servicio, le contaban los años del colegio. Tenía 37 años de edad. Después de licenciarse, la familia Izquierdo Cuevas se traslada de Gómara a Soria y, cuando el matrimonio de Isidoro Martínez Ruiz y su esposa Regina Cuevas Acebes, hermana de Isabel Cuevas, deciden cerrar la pensión de la calle Collado, 54, los Izquierdo abren otra pensión en la calle Estudios, 7 (esquina con Teatinos), a donde también se cambiará Antonio Machado, que se hospedaba en la pensión de Isidoro. Y, además, acababa de llegar en octubre al Instituto de Soria con su cátedra de francés.  

Sirva, en definitiva, este artículo para dar luz a lo que la naturaleza se empeñó en eclipsar, privando del bien mas preciado, la vida, a una adolescente, casi una niña, con 18 años de edad.