La Cumbre de la OTAN celebrada en Madrid se ha cerrado, en términos artísticos, con gran éxito de crítica y público. Los invitados han alabado la eficacia organizativa del anfitrión y la agenda paralela de los mandatarios ha dejado imágenes peculiares de nuestro país que han dado la vuelta al mundo. El Museo del Prado nunca hubiera soñado con la inesperada campaña publicitaria que ha propiciado el evento, por ejemplo. Hasta ahí, todo bien.
La OTAN tampoco puede quejarse. Una organización que estaba en estado de letargo ha recibido un chute revitalizador que le ha puesto en bandeja, paradójicamente, Putin. Nuestro ministro de Exteriores, José Manuel Albares, ha comparado en términos históricos esta cumbre con la caída del Muro de Berlín. La historia dirá, pero la comparación es perturbadora. Porque la caída del Muro cerró una brecha en Europa que la Cumbre de Madrid ha vuelto a abrir.
La historia ha dado marcha atrás en estos días. Hemos retornado a una nueva especie de Guerra Fría, reforzando viejos equilibrios basados en la contradictoria convicción de que la paz sólo puede afianzarse rearmando a los potenciales contendientes. Ha renacido el principio romano: si vis pacem, para bellum.
En nombre de la paz, Suecia y Finlandia han abandonado su secular neutralidad; en nombre de la defensa de la democracia, la mesa de la OTAN hace hueco a un dudosísimo demócrata como Erdogan, y en una época de desarme económico, los líderes europeos no han dudado en incrementar notablemente los gastos en defensa sin explicar cuáles recortarán para mantener los equilibrios presupuestarios.
Evidentemente, la espita de este giro la ha encendido un sátrapa belicoso como Putin, que cree que puede ir por el mundo invadiendo lo que le venga en gana en pleno siglo XXI. Y mientras existan individuos como él campando por el mundo, evidentemente conviene tener algún paraguas protector en el que protegerse eventualmente. Ojalá todo salga bien, pero la sensación es que, en términos de paz, no se ha hecho un gran negocio.