Francia ha expresado el malestar común de Europa. Emmanuel Macron ha sido reelegido con más del 58 por ciento de los votos, y su rival derechista, aunque sin su anterior discurso repugnantemente racista, ha obtenido más del 41 por cierto de los sufragios. La República ciudadana por antonomasia ya no es garantía de un futuro ejemplarmente democrático. Y después de Macron, ¿qué? ¿La señora Le Pen, u otro, con un discurso con menos complejos? Más allá de la derechita acomplejada, de la que habló aquí Abascal.
Macron ha ganado entre los electores urbanos, con estudios medios o superiores, con empleo estable y una concepción vital sociopolítica abierta o cosmopolita. Por edades, Macron es el más votado en todos los tramos de edad, menos en la franja de hombres entre 50 y 59 años. Gana también entre los jóvenes, pues casi la mitad de los que eligieron extrema izquierda en la primera vuelta, finalmente votaron Macron para frenar a Le Pen.
En la segunda vuelta, votó a Le Pen esa Francia periférica -la France périphérique, libro famoso de un geógrafo, Christophe Guilluy-, que al igual que esa América rural y conservadora que votó a Trump, en Francia sucede algo parecido en el centro y regiones orientales: allí una mayoría de franceses se sienten inseguros, ante los fenómenos de la globalización, los cambios demográficos, la inmigración o la destrucción de la industria y la agricultura tradicionales.
El malestar es efecto de la inseguridad. Aunque un enorme número de seres humanos del mundo quisieran vivir con las condiciones materiales de esos franceses que se sienten caídos en la cuneta del progreso económico, sus quejas se hacen cada vez más rabiosas porque las desigualdades se sienten cada vez mayores, y la desigualdad siempre es comparativa, y lo que no se soporta es saber que hay una minoría cada vez más rica, y que, además, su obsceno dinero no surge fruto de una superior capacidad intelectual, técnica o innovadora; irritan los fabulosos dineros que se ganan en la ruleta del capitalismo, jugando sólo con dinero, como denunció Ralf Dahrendorf (1929-2009), uno de los más prominentes intelectuales liberales de nuestro tiempo.
El malestar por la desigualdad y la inseguridad se expresa con el voto; se vota protestando, y no se espera mucho más de una elección, que ya no sirve para ilusionar a la sociedad con proyectos políticos. Los parados, o con empleos precarios, votaron en la primera vuelta, mayoritariamente, a Le Pen, y en la segunda vuelta, el 43 por ciento de los que en la primera se decantaron por la extrema izquierda, depositaron el voto a favor de la candidata de la extrema derecha; y además, una cuarta parte de los votantes a Jean-Luc Mélenchon (1951), el candidato socialcomunista de la Francia insumisa, se han abstenido, demostrando así que prefieren aquello de que cuanto peor, mejor.
Los dos extremos, a derecha e izquierda, coinciden en un común rechazo al europeísmo. No confían en que se pueda democratizar la Unión Europea (UE), como propone -con dificultades y éxito relativo- Macron, y los defensores de la UE. Mélenchon, el tercero en votos (con cerca del 20 por ciento), en su programa sobre la UE, está dispuesto a poner «todo el peso de Francia para: Plan A: Proponer a los Estados y pueblos romper los tratados; o Plan B: no tener en cuenta las normas europeas incompatibles con el programa nacional». Lógicamente, aparte de cargarse la UE, Mélenchon quiere una economía proteccionista e intervenida, lo mismo que Le Pen.
Esta constante irrupción del nacionalismo, como única receta para hacer frente a la globalización, en Francia tiene profundas raíces. Si yo hubiese sido un elector francés, hubiera votado Macron, desoyendo las simplezas que lo tildan de elitista; no se puede confundir culto con elitista, ni la UE con la globalización capitalista.
Pero hay más: el nacionalismo, y ese juego insensato de volver a un pasado anterior al europeísmo (es decir: los Estados europeos en guerra unos contra otros), entre otras consecuencias nefastas, ha destruido el sistema de partidos políticos. El partido socialista y el partido gaullista son un desolador vestigio de lo que fueron cuando el Estado francés, políticamente, tenía una clara legitimidad. Y eso sucederá si no cesa parecida insensatez en los demás países europeos, empezando por España.
La legitimidad no es otra cosa que la obediencia, el consentimiento libremente expresado -de manera consciente o inconsciente- por los gobernados con respecto a los gobernantes, escribe Eloy García, refiriéndose a lo que Guglielmo Ferrero (1871-1942) dijo sobre la legitimidad, en su obra El poder. La legitimidad está hoy en mínimos históricos en muchos Estados europeos, y los partidos políticos son la causa que lo explica. La legitimidad necesita de la tradición, que Ferrero define así: Para que un pueblo reconozca un poder como legítimo, es necesario cierto tiempo. Cuando, como en Francia, los partidos históricos o tradicionales desaparecen, por errores y culpas de ellos mismos, entonces, aumenta la rabia ante un futuro inseguro. Hace tiempo que no existen Pirineos políticos.