Si algo define la obra literaria de Rodrigo Cortés, desde sus primeros antiaforismos hasta éxitos como la novela Los años extraordinarios y el diccionario satírico Verbolario, es una libertad creativa que tiene una dimensión de juego irreverente, y otra de trabajo riguroso, a conciencia, con el material, es decir, con las palabras y su música y sentido. Y es esta libertad el hilo que también hilvana las diferentes piezas que componen Cuentos telúricos (Random House), una antología de relatos, disponible a partir del próximo 9 de mayo, donde cabe casi todo y lo insólito desborda lo probable una y otra vez, aunque el estilo y el ingenio ofrecen una firme red de contención.
Entre lo extraño, la magia y el absurdo, la imaginación atraviesa una colección de cuentos en la que lo real se reviste de fantasía, la cual adquiere una verosimilitud que trastoca la representación del mundo.
Un lago puede aparecer de golpe en un paisaje; la creatividad de un niño jugando en la playa es una eficaz manera de simplificar la idea de la vida, y al mismo tiempo deja al descubierto aquello que se resiste a una explicación; la lógica matemática da pie al sinsentido; y en una función teatral, la línea que separa al actor del personaje es una ilusión que se resquebraja.
Y es precisamente allí, en los desajustes o resquicios entre realidad y representación, y entre lo posible y lo imposible, donde emergen las historias que Cortés trama, rehuyendo de las moralejas y los giros didácticos. Porque en ellas, como le explica un abuelo a su nieta en La fábula del arroz y el jugador de ajedrez, «nada nunca, querida niña, tiene sentido. Salvo que quieras dárselo tú». Y en esta frase condensa un concepto que recorre sutilmente una antología en la que cuando la ficción se desprende de la función capta aquellos estratos de experiencia soterrados entre palabras.
Así, en el monólogo digresivo del abuelo se desliza una triste historia de pérdida y el flujo asimétrico del amor; en Agosto y el autómata resuena, inevitable, el fin de la inocencia; y los retratos que integran la serie Soutinesques, donde brilla el talento de Cortés para el estilo brevísimo, contienen vidas enteras en unos pocos trazos.
Y entre diálogos disparatados, criaturas levemente extravagantes y situaciones de una densidad onírica, los Cuentos telúricos hablan de la escritura, de la forma y el fondo, de la imaginación que viene, va o se queda en blanco, de los fantasmas que no existen y aquellos que son pura memoria, y de las palabras que ocultan miedos, falsean verdades, si es que existen, y construyen realidades que, al fin y al cabo, también son meros relatos.
Valle-Inclán y Kafka
«Hay días normales y días extraños», piensa uno de los personajes del cuento Gente serpiente, y hay otros -se podría añadir- que son la combinación exacta de los dos.
Es en ese territorio de rara y encantadora ambigüedad donde transcurren unas historias que viran, con elegancia y también con cierta dosis de desencanto, hacia el disparate y el absurdo. Y, entre guiños a Lewis Carroll y Franz Kafka, entroncan con la obra de Álvaro Cunqueiro, Enrique Jardiel Poncela, Valle-Inclán y Rafael Azcona, referentes ineludibles de Rodrigo Cortés.
Despojada de solemnidad y mensajes bien atados, su prosa reivindica algo que se pasa por alto a menudo: la literatura entendida como un ejercicio de imaginación y libertad que tiene su parte de juego, a la par que ilumina el mundo desde la distancia, ese necesario extrañamiento, que imponen la magia y el humor.
De la fantasía y el humor surgen estas narraciones en las que los autómatas tienen voluntad propia, las fábulas concluyen sin una moraleja, aquí y allá deambulan los espectros y los animales utilizan el lenguaje con ingenio. Un universo en el que inventiva y realidad se vuelven indistinguibles.