La pluma y la espada - Cabeza de Vaca

Primer indigenista, etnólogo, naturalista y explorador de los Estados Unidos (I)


Llegó como conquistador, pero, a pesar de ser preso, se convirtió en el defensor de varias de las principales tribus que se encontró en América

Antonio Pérez Henares - 30/01/2023

Fue como conquistador y terminó prisionero y esclavo de los indios. Fue buhonero, hombre medicina y gran chamán de las tribus del oeste americano, al que veneraron como un enviado del cielo. Fue el primer naturalista, etnógrafo e indigenista del Nuevo Mundo. Cruzó a pie, con otros tres únicos supervivientes desde Florida hasta el Pacífico. Caminó hacia el oeste y convivió con comanches, sioux, apaches y pueblos. También se convirtió en el primer blanco en ver, cazar y comer al búfalo. Su mirada inquieta supo comprender a aquellas gentes y se pasó a ser en uno de sus grandes defensores. Tras volver a España, regresó de nuevo a América y descubrió las fabulosas cataratas de Iguazú. Su libro, Naufragios, al que luego añadiría Comentarios, narrando su increíble epopeya, lo convierte en una de fuentes más importantes para conocer cómo era y vivían las gentes en el sur de los Estados Unidos, que fue parte del imperio hispano, y cuál era la pasta de la que estaban hechos quienes lo exploraron, emergiendo entre todos esta figura única y extraordinaria 

 Lo que marca la mayor diferencia entre Cabeza de Vaca y el resto de los protagonistas del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, es su percepción del territorio indígena. A pesar de su personal y atroz peripecia, o tal vez por ella, fue su prisionero, su esclavo, estuvo sometido a crueldades y maltratos y a punto estuvo de sufrir, en más de una ocasión, la muerte a sus manos y acabar de liberarse y ascender hasta grandes cuotas de liderazgo entre ellos, aupado a una posición semisagrada de sanador, hombre enviado y gran chamán de las tribus que poblaban el sur de los actuales EEUU y norte y centro de México. Pudo haber reaccionado hacia ellos con sumo y generalizado odio, pero pudo más su capacidad de observación y comprensión. Pero no es su mirada la de la utopía indigenista del buen salvaje, alejada de la realidad y la cruda verdad del ser humano. No ahorra descripciones para señalar lo que a su juicio son aberraciones, maldades y atrocidades en sus hechos y costumbres, pero tampoco esconde su admiración y respeto hacia ellos, diferenciando incluso entre tribus y, desde luego, con el matiz de contarlo, como humanamente no podía ser de otra manera, atendiendo a como le fue la feria entre cada una de ellas. 

Pensamiento propio

Todo ello, por supuesto, desde el pensamiento propio marcado por los valores de la época (no entremos en la absurda estupidez imperante ahora de juzgarlo por los preceptos de esta) y por el personal y pleno convencimiento de la razón y virtud de los que le impelían a él y a los castellanos, conquista incluida, e imposición del cristianismo en primer término como algo incuestionable a los ojos divinos ( la palabra más repetida en naufragios es «Dios», pues la época no puede entenderse sin esa presencia omnímoda y continua en las acciones humanas) y de su servicio a la corona de España.

 Recoge en sus escritos los comportamientos terribles de sus captores y, en especial, en algunas de las primeras tribus que lo tuvieron prisioneros, pero no deja de observar tampoco sus virtudes. Sí les llama ladrones, traidores, borrachos... y se horroriza de su crueldad inhumana, su capacidad de observación trasciende aquello e indaga en sus costumbres y actitud para con los suyos y, así, afirma algo que reitera en varias ocasiones, que no ha visto jamás quien quiera tanto y más haga por sus hijos y en general por los niños. Va incluso más allá, intentando, además, desentrañar sus normas de comportamiento social y sus relaciones, tanto internas como con otros clanes, así como las de emparejamiento, matrimonio y hasta divorcio. Su libro Naufragios bien debiera ser fuente de estudio para el análisis de aquellas sociedades primitivas.

Fuente del monumento de Álvar Núñez Cabeza de Vaca en Jerez de la Frontera.Fuente del monumento de Álvar Núñez Cabeza de Vaca en Jerez de la Frontera. Esa curiosidad, y también la indudable necesidad, le llevó a la proeza de aprender muy pronto la lengua de los signos, común para casi todos ellos, y acabar por hablar, según él mismo escribe, seis de sus lenguas, y alcanzar a comprender otras tantas. 

Como guerrero, que lo era, no deja de valorar el coraje y valentía de sus adversarios y da constancia de ello desde el comienzo de su aventura por los pantanales de Florida, acosados por los guerreros semínolas. «Todos son flecheros y como son tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen gigantes. Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de grandes fuerzas y ligereza. Los arcos que usan son gruesos como el brazo, de 11 a 12 palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran tiento, que ninguna cosa yerran».

 Manifiesta también su admiración por otra tribu, que los posteriores estudios han identificado como los sioux, que encuentran por vez primera en la costa, ya al oeste del Mississippi, y a los que luego vuelve a reencontrar y hace referencia por su caza del búfalo (vaca corcovada) su dignidad y prestancia. Los valora en gran medida, pues ya naufragados definitivamente, sin armas y desnudos, los lakota los socorrieron, ampararon y alimentaron cuando pudieron haberles masacrado sin defensa posible por su parte. Además, de ellos también puede constatarse, aunque los nombres que a ellos y otras tribus otorga no concuerdan con las actuales denominaciones, su estancia durante casi un año entero a orillas del río Grande, con los comanches, así como su posterior con tribus apaches.

Conclusiones militares

De su experiencia con todos ellos no duda en sacar conclusiones militares: «Esta es la más presta gente para un arma (arco) de cuantas he visto ya en el mundo». Elogia su capacidad de vela, emboscada, camuflaje y resistencia. Comprende que, ante ellos, los lentos arcabuces poco pueden hacer y llega a una conclusión definitiva y nada errada: solo con los caballos es posible vencerlos. «Los caballos son los que los han de sojuzgar y lo que los indios universalmente temen». Por entonces, solo los tenían los españoles, pero no tardarían sioux y comanches en hacerlo. Tras la expedición y muerte de Hernando de Soto a orillas del Mississippi, a la que Álvar ya de regreso a España no quiso acompañarle, se escaparon yeguas y se soltó el caballo no castrado del gran jinete, el que había espantado a la guardia imperial de Atahulapa en los Baños del Inca, cerca de Cajamarca. El garañón de Soto pasa por ser el legendario padre de todos los mesteños. 

 Pero, por encima de todas las tribus, Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, valora, señala y defiende es a los indios. Su encuentro con ellos le gratifica sobremanera, sus casas, sus cultivos, regadíos y ciudades, pues las tuvieron, aunque no llegaran a la magnificencia de las méxicas, mayas o tlaxaltecas, pero, sobre todo, por su disposición, costumbres, respeto a las mujeres, «las más honestamente tratadas que en ninguna parte de las Indias hubiésemos visto», organización y pacifismo. Le conmueven y acaba apreciándolos sobremanera. Escribe con total convencimiento que, de tratarlos bien y con cariño y no dureza y opresión, «no habría en el mundo ni mejores cristianos ni mejores súbditos de su majestad». De hecho, en esa esperanza busca ya con decisión a los otros cristianos a los que ya sabe próximos. Pero va a ser en este encuentro cuando haya de tomar decisiones que le van a enfrentar con ellos al topar con los capitanes de Nuño Beltrán de Guzmán, que solo buscaba esclavizarlos. Ahí emergió, ya del todo, el Cabeza de Vaca defensor de los indígenas. Y no solo allí, sino ya como impronta de su acción, como demostró después en un segundo viaje a América, en el que descubrió las cataratas de Iguazú y su defensa de los guaraníes le costó el cargo de Adelantado y gobernador del Mar de la Plata.