Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


El gran azul

26/01/2024

Cualquier debate intelectual sobre el sistema democrático es agotador por principio. Sus oponentes acuden felices a la historia para demostrar las fallas del modelo. La defensa de la meritocracia o la aristocracia griega demuestra que se ha leído a Platón y que se ignora las sutilezas del gobierno chino.

La elección de los gobernantes y por extensión, de sus colaboradores, no es mejor con el concurso electoral. El pueblo no acierta más ni es inmune a la manipulación o el populismo. Incluso los griegos, inventores de la demagogia, advertían de dicho riesgo político. También es común creer que los tiempos pasados éramos más puros, honestos o rectos. Cualquier biografía del duque de Lerma nos ilustra sobre las habilidades de personajes pasados.

La democracia no garantiza que el pueblo acierte, ni que te gobiernen los mejores. El valor intrínseco reside en que el cambio de gobierno no es violento. Una o dos legislaturas en manos del peor político es un periodo ínfimo en la historia de un país. Las naciones que no han sufrido guerras civiles e impulsado aventuras militares son más prósperas que sus vecinos o como mínimo han desarrollado más su potencial.

Otra cosa distinta, es confundir la democracia con el voto puntual, con la fuerza numérica de la mayoría o del imperio de la ley. Las jóvenes democracias ya han descubierto que mitificar el día electoral es una forma de engaño occidental hacia ellos. En el otro frente, el frenesí legal de un bando los lleva a pensar que todo lo que se dicta es legítimo, inteligente o ético; sin respetar las opiniones ajenas o permitir que el tiempo acompase a la norma. En las dictaduras, la voluntad del líder es un acto instantáneo o el relato oficial- porque la verdad es secundaria. En las democracias sólidas el consenso es la legitimidad de la norma jurídica; lo cual es lento pero prudente.

En Occidente hay un desgarro social. La igualdad ante la ley se ha transformado en la igualdad de resultado, lo cual provoca injusticias continuas y efectos inesperados. Cada vez somos más localistas e identitarios al buscar una homogeneidad de pensamiento en lo político, mientras que forzamos una diversidad cultural y social que imposibilita la cohesión.

Cualquier proyecto político que justifique la discriminación ante la ley está abocado al fracaso. La pelea por el talento se va a recrudecer. El romanticismo localista identitario solo empobrece y divide; antes lo llamaban tribu.

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