El 23 de enero se nos murió Salvador Dalí. El forense Bardolet, con la técnica que había heredado de don Pedro Ara, embalsamador de Evita Perón, se ocupó muy mucho de que los bigotes del genio surrealista permanecieran enhiestos al menos hasta la sepultura. Dalí, un descreído habitual, se marchó, declaró su abogado, Miguel Domenech, «dulcemente» después de haber hecho, extremaunción incluida, las paces con Dios, de tal modo que el oficiante del funeral, le despidió con un tranquilizador: «Descansa para siempre junto al Eterno Viviente». Y a los tres días de aquel sepelio, la prensa rosácea, más que la política o la institucional, se conmovió con la tragedia de Alfonso de Borbón, al que un cable de acero le decapitó esquiando en Colorado. No fueron muy compasivos los medios de entonces que en su mayoría destacaron dos características del recién fallecido: su mala suerte (tenía justa fama de cenizo) y su tristeza sempiterna, debida quizá a que sus desorbitadas ambiciones dinásticas en Francia y España, le causaron en vida una mezcla de dolor y rencor indisimulables. Este país, brutal en los choteos, se había burlado de él cuando contrajo con Carmencita Bordiú. Acuérdense de esta rima sarcástica: «Brindemos pues por España/por Borbón y por Bordiú/ nuestra copa de champaña/por el Reino Codorníu». Brutal.
Esto en un país donde, como dejó escrito Jardiel Poncela: «Solo salen a hombros los toreros y los muertos». La sentencia pareció escrita para Dolores Ibárruri, La Pasionaria, que murió en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid después de haber sobrevivido a varios incidentes cardíacos que cuidaba con esmero el doctor Pedro Zarco. Se organizó un funeral laico, más que laico, comunista nada menos en la Plaza de Colón de Madrid, y allí su correligionario Rafael Alberti, más sectario y cursi que nunca leyó -dijo- una improvisada canción: Una Pasionaria para Dolores para la jefa de un comunismo español que, por cierto, ya se desangraba por todos los costados en aquellos días con un Carrillo, Don Santiago, que cedió los trastos de la Secretaría General a un incógnito minero asturiano, Gerardo Iglesias que, nada más aterrizar en Madrid, recibió el sobrenombre, entre cariñoso y desdeñoso, de Gerardín.
Fue aquel un año doblemente electoral, primero para los comicios europeos que ganó, ¡como no! el PSOE, pero en los que perdió un millón de votos, y luego, el 29 de noviembre, con las elecciones generales. Allí fue Troya en la noche de los sustos. Felipe González, visiblemente contrariado, aceptó de mala gana unos insuficientes -pero al borde de la mayoría absoluta, ¡quien los pillara ahora!- 175 escaños y tres provincias se rebelaron por denuncias de irregularidad: Murcia, Pontevedra y Melilla. Aquella noche, el director general de Televisión, Luis Solana, que había llegado a Prado del Rey declarando ufano que «La nuestra va a ser la Televisión del éxito», no pudo contener la impresión generalizada de que, por primera vez desde 1982, el PSOE era un partido batible en las urnas.
Y es que la soberbia del César -libro de José Luis Gutiérrez y Amando de Miguel- cada día resultaba más insoportable para el público en general de un país, ya se sabe, en el que la gente espera que los chulos se resbalen en un charco para mofarse en sus fauces. Algo que hacía de común el escritor más irreverente y quizá más genial, del Siglo XX (Siglo de Oro bis) español, Camilo José Cela, como él mismo se encargó de aclarar a la Academia sueca «No tuvo más que remedio que concederme el Premio Nobel de Literatura» porque, añadió: «Otra cosa hubiera sido una ofensa para España». Al final se trasladó para recibir el galardón a Estocolmo acompañado de su inseparable novia de entonces, Marina Castaño, la Marina mercante se le denominaba entonces, y por allí no apareció ni un solo representante del Gobierno español. Cela, autor sublime, no perdonó: «Es que de esto de la Cultura, no saben nada de nada».
Se lo espetó casi en su cara al ministro del ramo, un Jorge Semprún cazado a lazo por González para revestir la mala imagen de un Gobierno en franca demolición que gozaba acudiendo al cine y otorgando reconocimientos, a estos sí, a Mecano, el mejor grupo del año en sus palabras. Aún no habían aparecido los artistas de la ceja que luego inundaron el ego del imberbe Zapatero, pero los Víctor Manuel, Ana Belén y, claro está, Almodóvar, eran los contertulios habituales de La Bodeguilla, una estancia sevillana en franca decadencia, que el presidente había instalado en La Moncloa. Quizá a González ya no le hacía fetén aquella tasca de la manzanilla porque lo suyo era Europa y sus fastos, uno de los cuales se trasladó a España en aquel ejercicio porque era la primera vez que, por riguroso turno, a nuestra nación le tocó la presidencia de la Unión. Vinieron los mandamasés aquí, se forraron de jamón y langostinos al decir de los camareros de los actos, pero el receptor se encontró con un hueso muy duro de roer en forma de mujer, Margaret Thatcher que ya a la sazón se oponía al proyecto de la fusión monetaria que luego, ya se sabe, terminó por concretarse sin la presencia de la libra inglesa.
Huelga decir que también por aquí apareció el Hassan II de Marruecos, entonces festivamente acomodado en los brazos de Don Juan Carlos, al que no se cansó de llamarle «hermano». Era muy efusivo el padre de Mohamed, tanto que las revistas satíricas de la época no dejaron de reseñar la quedada amorosa que Hassan tuvo, sin definir en nada positivo según parece, con un bailarín gitano del Generalife. Los desolladores hispanos hicieron risas con Hassan y le apodaron como El moro gurrumino. Las quejas llegaron a la Zarzuela y el jefe de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo, un asturiano con hectáreas de retranca, las despachó de esta guisa: «A ver si el amor va a resolver el problema del Sáhara». Naturalmente lo dijo casi de rondón y ante periodistas afectos.
También el Papa Juan Pablo II se vino para España, su país preferido después de Polonia. Se encariñó con Santiago de Compostela y allí se dio un enorme baño de masas predicando alteradamente contra el aborto y el divorcio, homilías que al Gobierno le sentaron como una pedrada en la boca. «Toi en Papao» recitaron los católicos gallegos a los que Wojtyla les encargó rezar por la paz mundial, una paz que en aquel año retrató un acontecimiento para la Historia Mundial: el derribo de los 45 kilómetros del Muro de Berlín, el síntoma de la efímera (apenas duró cuatro decenas) caída del comunismo.
El Muro se transformó en una ruina mientras en Rumanía el dictador asesino Ceausescu, tan amigo de Carrillo, era ejecutado, junto con su señora, después de haber intentado huir del Palacio Presidencial, todo oro, que había mandado construir para sí y sus propias huestes. En nuestro patio doméstico más humilde Madrid cambió de alcalde; Barranco, Juanito Precipicio según su jefe Tierno Galván, dejó el bastón al peculiar Sahagún que juró el cargo adelantando que nuestra capital se iba a convertir, gracias a él seguramente, en la «primera ciudad digital del mundo». Y por boberías como ésta Sahagún se enemistó con su patrón Adolfo Suárez. Este confesó al cronista: «Se ha creído Nostradamus».