La pluma y la espada - Francisco de Quevedo

El temible satírico, cojo y espadachín (I)


El autor de ‘La vida del Buscón’ fue un maestro de la burla y el sarcasmo que supo ridiculizar como nadie a sus enemigos, algunos muy poderosos que se vengaron de él con intereses

Antonio Pérez Henares - 05/06/2023

Francisco de Quevedo y Villegas no hizo carrera militar, que bien le hubiera gustado, porque nació con una malformación en los pies que le hizo andar cojo de por vida. Pero eso no le privó de manejar con destreza los aceros y hacer uso de ellos cuando entendía que debía desenvainarlos como demuestra una placa en la plaza de San Martín de Madrid que reza así: «En esta plaza hirió mortalmente Francisco de Quevedo a un caballero el Jueves Santo de 1611 en defensa de una dama».

No fue ni mucho menos su única pendencia ni su único duelo, porque queda constancia en sus propios escritos y en los ajenos que desde luego manejó con igual destreza la pluma y la espada y con las dos, sin duda, sabía asestar las más letales estocadas. Las que con la palabra propinaba han pasado a la Historia y quedado como las más incisivas, aceradas y dolorosas de toda la literatura hispánica. En estos tiempos cursis, mojigatos y, al tiempo, de feroz censura en que la libertad de expresión vive, habría tenido sin duda muchos más problemas de los que tuvo entonces. Y fueron bastantes.

El hecho de la plaza de San Martín de aquel Jueves Santo refleja su carácter. Devoto cristiano, se encontraba orando en la cercana parroquia de San Ginés cuando se vio disturbado por un desagradable incidente. Otro asistente a los oficios abofeteó a una dama. Don Francisco, al contrario que muchos de los allí presentes, que miraron hacia otro lado, se levantó y recriminó de palabra al agresor. Siempre fue un caballero. Éste contestó arrogante, Quevedo subió el tono y los improperios y salieron ambos a la calle. En la plaza los insultos pasaron a mayores y «no restó sino batirse», como diría su admirador el escritor Arturo Pérez Reverte, que lo ha hecho compañero de su Alatriste en varias de sus novelas. El madrileño era un esgrimidor de primera y a «nada tenía el otro su florete mortalmente hundido en el cuerpo», como reza la inscripción que recuerda cuatro siglos después el lance.

Pintura del Prado ‘Intriga contra Quevedo en los jardines del palacio del Buen Retiro’, de Antonio Pérez Rubio. Pintura del Prado ‘Intriga contra Quevedo en los jardines del palacio del Buen Retiro’, de Antonio Pérez Rubio. No fue la cojera el único impedimento físico al que hubo de superar Quevedo. Padeció también de una pronunciada miopía que le obligó a usar gafas. Le gustaba llevarlas y con ellas aparece retratado. Además, han acabado por tomar su nombre, quevedos, y ahora nos resultan parte consustancial a su ser y estar.

Perteneció por nacimiento a la nobleza, no de mucho rango, pero sí de probada y vieja hidalguía con raíces en las montañas cántabras y asentada desde hacía tiempo en Madrid, donde su padre era secretario de una hermana del Rey Felipe II, lo sería también de su mujer, Ana de Austria, y su madre dama de la Reina, y donde él fue bautizado en la iglesia de San Ginés en el otoño de 1580.

Sus minusvalías físicas le acarrearon una solitaria infancia y huyendo del acoso de los otros niños, no hay nada más cruel, encontró refugio en la lectura a la que se entregó con pasión. A los seis años se quedó huérfano, al fallecer su padre. A los 16 años ingresó en el Colegio Imperial y cuatro cursos después, en la Universidad de Alcalá donde estudió latín, griego, francés, italiano, filosofía, física, matemáticas y teología, alcanzando el grado de Bachiller. Prosiguió estudios después en Valladolid, donde se había trasladado la Corte, falleció también su madre y lo dejó ya en orfandad total. Fue allí, al comienzo del siglo XVII, cuando comenzó a darle a la pluma y a hacer correr sus poemas, que nada más aparecer, le acarrearon la enemistad de Luis de Góngora, pues Quevedo, bajo seudónimo, se dedicó a parodiar, con su proverbial mala leche, los escritos del cordobés, ya poeta consagrado. Éste, enfadado, le contestó airado y ahí dio comienzo la más enconada enemistad literaria de todo el Siglo de Oro.

Denuncia a la Inquisición

Por aquel entonces también, y de manera anónima, escribió algunas piezas en prosa de carácter burlesco, obsceno y desvergonzado que adquirieron gran popularidad. Fue tanta que, preocupado por el impacto, renegó después de ellos y hasta los denunció a la Inquisición para protegerse e impedir que los impresores se hicieran ricos a costa suya, pues los imprimían sin que él obtuviera beneficio alguno. Ahí comenzó en cierta manera lo que luego sería una constante y por la que los escritores hemos de estarle para siempre agradecidos, su defensa de los derechos de autor. De los opúsculos, se hizo muy famoso uno, que era el menos procaz de todos, llamado Epístolas del caballero de la Tenaza, donde se hallan saludables consejos para guardar la mosca y gastar la prosa, pues en ella narra las múltiples y relamidas excusas por escrito de un hidalgo para no hacerle regalo alguno a su amante y que concluye así: «Miren qué cara les hace un pobre hombre cuando oye: Dame, traeme, cómprame, envía, muestra. Estese quedo el pedir, y anden los billetes por alto: que yo ofrezco escribir más que el Tostado. Nuestro Señor la guarde a vuesamerced, aunque temo que es tan enemiga de guardosos, que aun Dios no querrá que la guarde».

Sería por esa senda por la que llegaría la que hoy es considerada una de sus obras mas ácidas, adelantadas y vanguardistas, su novela picaresca, La vida del Buscón, que ha pasado a la historia por su humor negro, su retrato cruel del personaje y de los vicios de la sociedad.

La Corte volvió a Madrid y con ella Quevedo en 1606 al lado de sus grandes protectores de la más alta nobleza, entre los que destacaba el duque de Osuna, nombrado virrey de Sicilia en 1610. El escritor se ganó el elogio de Lope de Vega, de quien será gran amigo y también de Cervantes al que, al revés que el Fénix, correspondió también. Mientras, prosiguió su enfrentamiento, cada vez más envenenado con Góngora, al que dirigía los más terribles ataques tanto a su lírica como a su persona, con particular insidia en lo que se refería a su adicción a la baraja. No se libró tampoco el dramaturgo Ruiz de Alarcón, de quien se burlaba por ser jorobado y pelirrojo, sin reparar en que él mismo era cegato y cojitranco. Pero era a Góngora a quien se la tenía jurada y de ello ha quedado prueba en sus famosos versos A una nariz..., pues con ello no solo se burlaba de su característico apéndice nasal, sino que insinuaba su condición de judío, pues se suponía que tal característica era propia de la raza hebrea.

El andaluz respondía con igual virulencia llamándole cojo y borracho, Francisco de Quebebo, y la juerga estaba servida...

Anacreonte español, no hay quien os tope, / que no os diga (con mucha cortesía) / que ya que vuestros pies son de elegía, / que vuestras suavidades son de arrope.

Mientras, la vida de Quevedo iba al compás de su gran protector y amigo Pedro Téllez-Girón, duque de Osuna, con el que fue a Italia en calidad de secretario. Tras un tiempo con él, retornó a Madrid y se introdujo en el círculo del entonces todopoderoso valido de Felipe III, el duque de Lerma. No había, por ello, desapego del de Osuna, pues, en realidad, su principal propósito era conseguir para éste el nombramiento añadido de virrey de Nápoles, algo que tras diversas promesas y algunos sobornos, consiguió al fin en la primavera de 1616. Volviendo triunfante a la ciudad italiana a principios de septiembre fue recibido con gran alegría por su amigo, que le encargó dirigir la hacienda del Virreinato. 

Hábito de Santiago

Quevedo se incorporó de lleno a la vida cultural y todo parecía sonreírles a ambos, protector y protegido. «Fue tan asistido de los hombres de letras, que no parecía merecer nombre de entendido quien no se calificaba con la amistad y aprobación de don Francisco, en quien todos fijaban los ojos admirando su prodigioso ingenio». Como colofón de todo ello y por mediación de Osuna, le fue concedido en 1618 el ansiado hábito de Santiago, la orden de Caballería de máximo prestigio y por la que siempre había suspirado.

 Pero la fortuna es mudable y los vientos de la corte cambiantes. El duque de Osuna cayó en desgracia y se enfrentó a graves acusaciones. Quevedo, leal hasta el fin, lo defendió ante el Consejo de Estado y cayó con él, siendo desterrado, tras una breve estancia en la prisión de Uclés (Cuenca), sede de la Orden de Santiago, a su posesión, el señorío de La Torre de Juan Abad (Ciudad Real). 

Allí se enzarzó en múltiples pleitos con el concejo del lugar, que no reconocía sus derechos y que duraron tanto que ni siquiera pudo ver su conclusión. Le fue favorable y lo disfrutó su heredero, su sobrino Pedro de Alderete, pues Quevedo no tuvo hijos, al menos legítimos, que le heredaran. Pleitos aparte y alejado de las conspiraciones cortesanas, el autor encontró el sosiego y se refugió en los escritos de Séneca, cuyo estoicismo le ayudó a sobrellevar aquellos malos tragos, atemperando su ánimo y propiciando una hondura y madurez mayor en toda su obra.

 Tras la muerte de Felipe III y entronizado Felipe IV, la fortuna para el madrileño volvió a mudar, esta vez para mejor. Se le levantó el destierro y en 1623 lo encontramos de vuelta en Madrid y muy bien avenido con el nuevo valido, el conde duque de Olivares, a quien se había ganado y quien lo llevó a su lado y acompañó al Rey en sus viajes por España, concretamente Andalucía y Aragón. 

Su amigo el duque de Osuna había fallecido en prisión en 1624 y Quevedo hizo patente su dolor en unos sonetos que se hicieron célebres corriendo de boca en boca. Para compensar escribió una comedia aduladora para el conde-duque, Como ha de ser el privado. Pero algo se empezó a torcer en la relación. Se imprimió El Buscón con enorme éxito y a nada le cayó un nuevo destierro a la Torre, aunque muy breve pues en unos meses le autorizaron a volver de nuevo a la Corte. Tenía ya muchos enemigos, le llovían denuncias, se le acusó de estar amancebado con una mujer de apellido Ledesma y de tener hijos con ella. Para congraciarse con el valido le dedicó alguno de sus libros y lo defendió, empezaba a ser severamente criticado por sus intentos de reformas económicas, en un libelo anónimo pero que todos le atribuían, contra sus opositores. Era tan duro que se volvió en contra y acabó siendo recogido por la Inquisición. Poco después, el propio Quevedo fue quien denunció sus obras, pero con la intención de que los libreros no pudieran seguir imprimiéndolas a su antojo sin su permiso ni pagar nada por ello. De esta forma buscaba atemorizarlos e ir preparando por su cuenta una edición completa de sus libros que nunca alcanzó a ver.

 Llevaba una vida tildada como disoluta, aún amancebado, se le señalaba como frecuentador de lupanares y de pasarse el día en las tabernas. Pero volvió a la gracia real y del valido y en 1632 llegó incluso a la secretaría del monarca. El literato había alcanzado las alturas, pero ahí mismo comenzaron las presiones, las conjuras y el derrumbe. Fue forzado a casarse con una viuda con prole, Esperanza de Mendoza, señora de la villa aragonesa de Cetina, pero el matrimonio no aguantó ni tres meses. Se separaría definitivamente dos años después, en 1636.

Los ataques contra él se sucedieron tanto en lo referente a su obra como a su vida. Libelos que lo difamaban por doquier y hasta se hacían llegar memoriales denunciándolo ante el rey y tildándolo de hereje, que era la más grave acusación que se podía hacer por aquel entonces. Aguantó y contraatacó, pero, finalmente, el 7 de diciembre de 1639, tras aparecer un memorial bajo la servilleta del propio monarca en la que se denunciaba la política de Olivares, Quevedo fue detenido y apresado en casa del duque de Medinaceli, quien se había convertido en su amigo de mayor confianza y poder, sacado de la cama y a medio vestir, conducido hasta el convento de San Marcos en León por orden del conde duque. Como él mismo escribió: «Nunca se me hizo cargo ni tomó confesión ni, después de mi soltura, se halló alguna cosa escrita jurídicamente...». 

Este tipo de detenciones se podían hacer mediante un procedimiento llamado de cuenta personal. No se tuvo en cuenta su penosa situación. Estaba aquejado de una terrible enfermedad que cada vez le avanzaba más, posiblemente una tuberculosis ósea.

«A 7 de diciembre, víspera de la Concepción de nuestra Señora, a las diez y media de la noche. Fui traído en el rigor del invierno sin capa y sin una camisa, con 61 años, a este convento Real de San Marcos, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión, enfermo con tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, en tierra donde todo el año es hibierno rigurosísimo, se me han cancerado, y por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto cauterizar con mis manos; tan pobre, que de limosna me han abrigado y entretenido la vida. El horror de mis trabajos ha espantado a todos». Sufrió prisión hasta 1643 y no sobrevivió sino dos años más, yendo a fallecer en septiembre de 1645. 

Falsa acusación

No fue hasta 1972 y merced al gran hispanista, historiador y su biógrafo, el británico J.H. Elliot, que se ha podido saber que la acusación que lo llevó a prisión fue por la denuncia del duque del Infantado, que era o eso creía él, su amigo y que lo acusaba de ser confidente de los franceses. 

Bastante descabellada era la denuncia, pero al venir de tan alta instancia tuvo aquellas durísimas consecuencias para él. Sin embargo, que Olivares actuara como lo hizo, más bien podía tener que ver con que sospechara que el Memorial debajo de la servilleta real y contra él podía haber salido de su pluma.

No hay ninguna constancia de que lo fuera sino que todo indica que no fue él. Ni la métrica, dodecasílabos pareados, que jamás utilizó, ni el estilo lo identifican. El autor, se dijo, fue un viejo labrador, y pechero, de Castilla que criticaba el derroche, la corrupción de los nobles y pedía al rey que dejara de oír al valido y escuchara pueblo. No deja de resultar sarcástico que el gran satírico, el autor de los más envenenados dardos literarios, acabara por ser víctima de unos que no eran suyos.

Liberado de la cárcel, Francisco de Quevedo y Villegas dejó ya para siempre la corte y se retiró a su Torre de Juan Abad, ya muy quebrantado y enfermo, bajo los cuidados de su sobrino Pedro de Alderete, que fue su gran apoyo en sus últimos años de su vida. Falleció el 8 de septiembre de 1645 muy cerca de su residencia, en el convento de los dominicos de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real). Sus restos fueron trasladados en 2007 a la cripta de Santo Tomás de la iglesia de San Andrés de dicha localidad.