Fernando González Ferreras

PREDICANDO EN EL DESIERTO

Fernando González Ferreras

Catedrático


Soy abuelo

31/03/2023

Nunca sentí la ilusión de ser abuelo, sí la de ser padre. No entendía el ansia de mi padre por serlo. Llevó muy mal los seis años en que tardó en nacer, casi de milagro, mi hija. Cuando le preguntaban, en esos años, si era abuelo, contestaba que no, añadiendo que «debe de ser que no quieren, no pueden o no saben». Sus nietos le cambiaron la forma de ser. De una educación severa con los hijos, pasó a conceder todos los caprichos a los nietos y justificar todo lo que hacían. De extremo a extremo. Confieso que empecé a entenderle un poco cuando me dediqué a malcriar a mis sobrinos.
Ser padre fue una sensación maravillosa, uno de los momentos más importantes de mi vida. De repente tienes en brazos una personita indefensa y preciosa (porque afortunadamente se pareció a su madre), pero también te embargan las dudas: ¿seré un buen padre?, ¿seré capaz de transmitirla los valores que me inculcaron?, ¿sabré educarla para que se convierta en una mujer adulta, responsable y feliz? Con la alegría también aparece un poquito de miedo por la responsabilidad.
Un día me llamó mi hija por teléfono para contarme que estaba embarazada de tres meses. Así, de golpe, sin anestesia, como hace a veces con situaciones importantes. Justificó la tardanza en darme la noticia por esperar al momento en que el embarazo fuera bien. El primer sentimiento fue de alegría; el segundo de confusión. Me quedé mudo y casi no podía hablar. Menos mal que mi hija sabe que me bloqueo cuando me suelta de sopetón noticias importantes. La llamé minutos después para felicitarla, pero prisionero de miedos y dudas: ¿irá todo bien?, ¿nacerá sano?, ¿sufrirá muchas molestias durante el embarazo? Me parecía extraño que mi hija, aquella pequeñaja a la que me parecía que no hacía tanto había tenido en brazos y cambiado pañales fuera a ser madre. Siempre he pensado que la vida me había hecho el mejor regalo que se podía desear: tener una hija. Lo que no sabía era que me esperaba una sorpresa extraordinaria: tener una nieta.
Tuve la suerte de tener una abuela extraordinaria. Había tenido una vida difícil que la convirtió en muy sencilla y sabia, llena de amor por los suyos y con una enorme inteligencia emocional. Sus nietos coincidimos en que ha sido una de las personas que más nos ha marcado en la vida, fue un perfecto ejemplo de vida. Recuerdo una de sus frases: «Los nietos son la recompensa de Dios por llegar a viejos». A ella y a mi padre los tengo en la memoria; me gustaría ser tan buen abuelo como ellos.
Cuando tuve a mi nieta, Lis, en brazos pensé en que volvía a vivir la paternidad con la ventaja de que puedo cuidar y disfrutar de su compañía sin la obligación de asumir los límites y prohibiciones que implica la educación (para eso están los padres), que mi deber es aconsejar sin sermonear ni mangonear y ser muy hábil para malcriarla con chuches y helados sin ganarme broncas, que el papel de los abuelos (en mi caso, también de los sobrinos) es consentir y dar caprichos.
No creo que a los nietos se les quiera más que a los hijos, se tienen los mismos sentimientos con distintas responsabilidades. Los nietos nos recuerdan que todavía nos quedan muchas cosas por vivir y muchos sentimientos que experimentar. Ver su carita y encontrar en ella rasgos de su madre y su abuela es impagable. Y cuando extendí el dedo índice y me lo agarró con su manita, sentí que me había atrapado para siempre, el mismo sentimiento que cuando nació mi hija.