#OPINIÓN La escuela digitalizada

Borja Lucena Góngora
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El profesor de filosofía del IES Antonio Machado de Soria y miembro de la sección de enseñanza del sindicato CGT-Soria aborda una de las cuestiones más acuciantes que están conmoviendo nuestro sistema educativo

La digitalización en las aulas supone un gran reto. - Foto: Eugenio Gutiérrez

En los últimos meses, se ha aprobado en toda España una variedad de proyectos que apuntan a una "transformación digital" de la educación. Tal y como se publicitan estas medidas, todos los problemas que asolan a la enseñanza serán solucionados a través de la conversión de cada centro educativo en "una organización educativa digitalmente competente" (Plan de Competencia Digital Docente de Castilla y León). Lo que el plan de nuestra comunidad denomina "la digitalización del sistema educativo" se propone, por ende, conseguir que la mayor parte de las enseñanzas se vierta en medios digitales o transite a través de ellos. La insistencia en presentar la digitalización como la cura de todos los males, así como la presión ejercida por la Administración para la adopción inmediata de los medios digitales como herramienta preferente en los centros educativos, puede hacer pensar en una intensa preocupación por la educación; no obstante, hay un pequeño detalle que indica que no se trata de eso: los planes de digitalización de la escuela no están pensados desde la escuela, porque ni profesores ni maestros han sido consultados acerca de los rendimientos pedagógicos de las nuevas tecnologías. La digitalización de la educación no ha sido debatida y asumida libremente por los miembros de la comunidad educativa, sino impuesta sin derecho a réplica y bajo la amenaza de penalizaciones, y parece que los fines que se propone exigen que los profesores y las familias mantengan un silencio cómplice. En realidad, se ha asumido que esas tecnologías son sumamente beneficiosas sin proceder a un estudio cuidadoso y aceptando, sin más, la publicidad entusiasta que propagan los vendedores de crecepelos tecnológicos. En consecuencia, no se ha abierto debate alguno acerca de sus reales efectos o de las consecuencias de su entrada masiva en las aulas. Lo último que se ha tenido en cuenta al adoptar los panegíricos entusiásticos del mercado digital ha sido la educación, y es seguramente por esta razón por la que se ha obviado la opinión de los auténticos expertos: los docentes.

La digitalización forzosa de la educación, lejos de obedecer a un propósito de calado pedagógico, amenaza la existencia de una pedagogía realmente formadora. Supone un completo despropósito pretender que todas las materias, por igual, pueden ser transmitidas o impartidas a través de dispositivos digitales, pues en muchas de ellas una pantalla sólo puede significar una fuente de distracción adicional que dificulta el acceso a los contenidos realmente relevantes. Sustituir un violín por una pantalla no parece una buena idea a la hora de aprender a tocar el violín, así como leer un texto de Kant a través de una aplicación puntera, o trasladarlo a imágenes y movimientos digitales, no aporta casi nada a la tarea de comprenderlo. Al igual que cualquier otro recurso, los medios tecnológicos han de ser utilizados de acuerdo con criterios pedagógicos claros. No sirven para todo y en todo momento, sino que requieren ser supeditados al interés de la formación y el aprendizaje efectivos.

Bajo la ruidosa tormenta de la digitalización forzosa sigue latiendo el débil murmullo de algunas verdades elementales: la calidad de la educación sigue dependiendo, más que de la profusión de medios instrumentales, del número y calidad de los profesores, así como del número de alumnos a los que éstos tienen que atender. Millones de euros se están gastando en artefactos de todo tipo, y, mientras, muchos colegios e institutos carecen de profesorado suficiente. Todo el dinero que se dilapida en un equipamiento digital que, a menudo, carece de uso pedagógico, se desvía de la inversión en profesores y en la formación necesaria para que éstos posean el dominio más amplio posible sobre sus especialidades; asimismo, impide que el número de alumnos por aula se vea reducido hasta alcanzar un óptimo. Al contrario, la formación científica del profesorado se ha visto desplazada, de forma creciente, por una apabullante y tediosa oferta de cursos que tratan sobre tecnologías y aplicaciones digitales que estarán obsoletas en un plazo muy breve, y la única ratio que parece importar a la Administración es la de dispositivos, no la de alumnos.

Borja Lucena, profesor de Filosofía del IES Antonio Machado. Borja Lucena, profesor de Filosofía del IES Antonio Machado. - Foto: Ramón Siscart

La digitalización forzosa de la educación parece señalar a una re-definición de los saberes transmitidos por el sistema educativo. Frente a un horizonte de saberes perdurables y dotados de solidez, profundidad o verdad, se propone un superficial y siempre cambiante flujo de información reciclable cuyo modelo cabe ser localizado en las fluctuaciones del mercado y en su incansable lanzamiento de productos efímeros. Los efectos de los dispositivos digitales sobre la capacidad humana de atención han sido ya examinados por multitud de estudios científicos, y muchos de ellos concluyen en que pueden estar siendo especialmente aciagos. Estamos sometiendo a las generaciones más nuevas a un experimento del que no podemos prever las consecuencias en lo concerniente a la formación de la personalidad, al desarrollo de las capacidades cognitivas y afectivas, al desenvolvimiento de la socialización, etc. Es hora de decir lo obvio: las autoridades educativas y sus compañeros de viaje tendrán que ser señalados en un futuro como los directos responsables de los efectos que pueda deparar esta experimentación.

Educar es, sobre todo, educar para evitar que el sujeto se convierta en una función de las distracciones y reclamos que lo apartan de una consideración profunda de las cosas. Introducir pantallas en todas las actividades supone cultivar poderosamente la desatención y la incapacidad de fijar el interés en algo que exija un esfuerzo para ser comprendido y asimilado. Si un alumno se dispone a estudiar o a hacer una tarea, supone un importante obstáculo el hacerlo en un medio que pone a su disposición, con sólo un movimiento de su dedo, una evasión instantánea. Formar la atención es forjar un carácter que no se deje desviar de lo sustancial y se haga con la capacidad de prescindir por largos tiempos de reclamos ajenos a la naturaleza de la tarea que tiene entre manos. A esto lo denominamos "autonomía" y, supuestamente, es uno de los objetivos principales de todo nuestro sistema educativo. En el caso de que la escuela no suministre estos aprendizajes esenciales está, pues, traicionando su naturaleza misma. Sólo cuando la atención está ya formada puede un individuo resistir a los cantos de sirena de memes y wassap y, por esta razón, la utilización de medios digitales debería ser escalonada y nunca iniciada antes del desarrollo de una mínima madurez. Así como consideramos que conducir es una tarea que exige una personalidad adulta y no dejamos conducir a nuestros hijos hasta que alcanzan los dieciocho años, no deberíamos abandonarlos con ocho al torbellino de señuelos, propaganda o publicidad - por no hablar de ultraviolencia y pornografía- que se dispara al conectarse a la red.

La educación exige el trato cara a cara, la presencia física y material; exige también la adquisición de habilidades elementales que conforman el sustrato básico para adquirir cualquier conocimiento significativo y cualesquiera habilidades posteriores. Estas disposiciones básicas son, en primer lugar, la lectura profunda y la escritura a mano, que son la llave para acceder a cualquier conocimiento o aptitud de mayor sofisticación y no pueden desarrollarse más que en los primeros años de vida. Sustituir cuadernos, libros y agendas por pantallas sustrae de los colegios y los institutos las herramientas para salvar esa distancia decisiva que separa de la ignorancia y de la minoría de edad intelectual, afectiva y política. La digitalización forzosa de los centros educativos, en consecuencia, no significa un beneficio para nuestros alumnos. El beneficio pertenece exclusivamente a las empresas y plataformas del ramo, que llegan a disponer de terminales de negocio en cada aula, en cada pupitre y cada actividad escolar. La transformación digital de las aulas viene a ser lo mismo que su conversión en viveros de datos, dado que los vendedores, aparte de recibir grandes cantidades de dinero por los dispositivos, obtienen sus ganancias más gruesas al apropiarse de la información que se genera cada vez que un alumno inicia una búsqueda en internet, rellena un formulario o realiza actividades de cualquier tipo en esos medios.

El culto a la novedad puede salir muy caro, y no sólo en lo relativo a los recursos económicos públicos, sino, sobre todo, a las consecuencias humanas. Es preciso denunciar y desechar la fe en que la última tecnología es, por ser la última, la mejor. La boba fascinación por lo nuevo no suele esconder más que la incapacidad o la falta de interés en dar con lo bueno. Antonio Machado, otro antiguo, lo advirtió con acerada puntería: "En política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales". También en pedagogía.