El confinamiento nos ha dejado a todos un sentimiento monacal que rivaliza con el de los cartujos en horario pero no en intensidad. La primavera se trocó en una suerte de cuarentena temerosa en la que las reuniones y los encuentros se subordinaron a la salud, como si ambos conceptos fueran antagónicos, como si encontrarse con la familia o los amigos estuviera en las antípodas de la supervivencia. Una disrupción traumática de difícil digestión.
Pensábamos que podríamos sobrevivir sin las comidas con los cuñados, sin los cafés con los vecinos, sin los almuerzos de mediodía con los colegas. Creíamos que nunca perderíamos los alicientes de una buena sobremesa regada con un vino estupendo, que podríamos subsistir sin el ‘chato’ del mediodía, sin el café de fraternidad. Sin la charla en la que lo anecdótico pasa a ser categórico.
Así que como todo, cuando lo perdimos por culpa de la puñetera covid, nos dimos cuenta de la certeza de la frase de John Lenon: «Cuenta tu edad por amigos, no por años». Y nos lanzamos de cabeza a la piscina de los reencuentros, ansiosos de recuperar esos días truncados por el coronavirus. Dicen que de estas reuniones han brotado algunos contagios y es probable que si se hacen sin precaución, sean más un peligro que una ocasión.
Pero nos faltó esa cercanía, la empatía con el familiar, con el amigo, con el compañero, y andábamos como desorientados, anémicos de cierta vitamina nutricia que surge del afecto y anida en la amistad. De manera que, acabada la prisión, nos hemos lanzado sin conocimiento al gregario ejercicio de estar juntos, que bien está, que tanto agrada, del que tanto se disfruta.
El dato de ayer, 118 brotes desde mayo, 257 nuevos casos, acredita que en el entusiasmo se nos ha ido la mano. Andemos con cuidado, aquilatemos la prudencia y hagamos de la seguridad nuestro objetivo.
Porque hay que preservar lo que más cuenta: el valor del reencuentro, la fortaleza del abrazo, la vigencia de un amigo.