Editorial

El inquietante señalamiento de Ribera pone a los jueces en la diana

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La acusación que la vicepresidenta tercera del Gobierno, Teresa Ribera, vertió sobre Manuel García-Castellón, juez de la Audiencia Nacional, fue enmendada pocos minutos después de producirse desde La Moncloa. La también titular de Transición Ecológica y Reto Demográfico aseguró en una entrevista en TVE que el magistrado, instructor de una causa que imputa un posible delito de terrorismo a la organización independentista Tsunami Democràtic, «tiene una implicación política importante y suele salir a colación en momentos políticos sensibles». La salida de tono de la vicepresidenta se solapa en el tiempo con la negociación parlamentaria del proyecto de ley de amnistía, la base sobre la que Pedro Sánchez sostiene su endeble Gobierno. Junts, el partido que desde la distancia dirige el prófugo Carles Puigdemont, aspira a diluir cualquier responsabilidad penal vinculada al proceso separatista. El pretendido blanqueo que las formaciones independentistas impulsan tiene su principal escollo en la acción independiente de la Justicia. En los últimos días, los letrados del Congreso han mostrado sus dudas sobre la constitucionalidad del proyecto de ley presentado por diputados del PSOE horas antes de la investidura de Sánchez. Tras el traspié, la vicepresidenta primera, María Jesús Montero, se afanó en señalar la plena adecuación de la norma al marco legal vigente, un refrendo que deberán validar los tribunales. El Gobierno y sus variados socios han sincronizado una estrategia de defensa de la amnistía que limita el debate a una cuestión de mero alcance político, un plan para el que se sirven de una mayoría parlamentaria exigua y que desemboca en un señalamiento a quienes, desde otro poder del Estado, lo cuestionan. El maltrato verbal a la Justicia, actitud hasta hace no tanto reservada a fuerzas extremistas alejadas del proyecto común de país, parece haberse incorporado a un Ejecutivo que se sabe rehén del perdón al intento secesionista. La debilidad de Sánchez, reflejada en los vaivenes que marcaron la votación de los tres primeros decretos leyes de calado de la legislatura, anuncia futuras escaladas contra los discrepantes, también sí se trata de jueces y magistrados. Los apuntes sobre la existencia de lawfare, el bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial (responsabilidad compartida con la oposición), o la invocación a la mayoría progresista del Tribunal Constitucional no auguran buenos tiempos para el tercer poder. Y mientras, los españoles asisten atónitos a una crispación y a una escalada dialéctica que bordea determinadas líneas rojas que, de superarse, describirían a España como un Estado sin las garantías democráticas que la Constitución consagra.