Alberto Palacios Lázaro

Alberto Palacios Lázaro


Las goteras

07/10/2023

Las pupilas se iban adaptando a la luz. En la pantalla, los créditos escondían una sorpresa. Una escena extra en la que un coche doblado por Antonio Lobato entrevistaba a otro cuya voz era la de Fernando Alonso. No había sido suficiente la aventura de dos horas junto a Rayo McQueen. Pixar guardaba un golpe de efecto. Ahí, con los ocho años a medio estrenar, tuve consciencia real del doblaje. Disciplina que, como diría Di Caprio, tenía mi curiosidad y, desde ese momento, todo mi interés. Lo peor de ir al cine es tener que irse del cine. El rito de entrar con desconocidos a una enorme y oscura caja en busca de vidas de repuesto también acaba, y hay que volver a casa. En Soria tenemos un hándicap añadido al salir del cine: el choque térmico. Bien abrigado, con una trenca oscura y unas Kickers burdeos, tocaba hacer frente al diluvio que nos separaba del coche. Era sábado, la Navidad asomaba por los escaparates y las luces y en Camaretas no cabía un alfiler. Aparcamos en la planta de arriba, tocaba correr. Como Rayo McQueen. Y, de paso, echar una carrera a mi hermana. Uno no se mantenía en el trono a base de rentas. Ya a resguardo, llegó, acogedora, la felicidad. Estábamos los cuatro en el coche con la calefacción puesta, los cristales empañados, la alegría disparada y Pepe Domingo Castaño anunciando algo en Carrusel. Casi anónima sonríes y el sol dora tus cabellos. ¿Por qué para ser feliz es preciso no saberlo?, escribió Pessoa. Enmendé al genio portugués. Era feliz y sí lo sabía. Recuerdo acomodarme en el asiento del coche varias veces. Frotaba el jersey contra el respaldo y los verdes pantalones de pana contra la felpa de debajo. Quería pegarme como un velcro, no salir jamás de allí. No fue posible. Indignado, pedí cita con el Tiempo. Me atendió educadamente, pero me dejó las cosas claras. Me llamó ingenuo al saber que pretendía controlarle. Me recordó que era él quien me tenía preso a mí, y para siempre. Al menos, aquella escena del coche sigue en mi cabeza. Pero es absurdo no querer verlo. La cabaña de mi infancia se está empezando a llenar de goteras. En poco más de 15 días se nos ha ido Pepe Domingo, se ha retirado el Juli y unos amigos sorianos ¡han abierto! un bar de copas en el centro de Madrid. Tenía gracia conocer al camarero porque iba con él a clase y nos quedaba todo por hacer. Conocer desde hace 20 años al ahora dueño da más vértigo, tiene menos gracia, más entradas y alguna cana.
Llovía tanto que, aun en Soria, cogimos un bendito atasco de vuelta a casa. Los coches, por segunda vez en esa tarde, me regalaron otra escena extra de felicidad. Efímera, como manda su condición. Manolo Lama cantó un gol de Raúl, «el que nunca hace nada». La semana siguiente, a tres días de la Nochebuena de ese 2006, supimos que seríamos uno menos en la mesa. Y qué uno.