Alberto Palacios Lázaro

Alberto Palacios Lázaro


El invento

22/04/2023

El edificio, por fuera, no era gran cosa. Tan sólo un bloque más de Soria, de un cemento color salmón. Discreto, tirando a feo. Su entrada era como todas. Una pesada puerta de hierro negro. El telefonillo, con todas las etiquetas en blanco menos una, estaba lleno de pegatinas que anunciaban descuentos en cerrajería, y poco más. El lugar era lo suficientemente normal como para no sospechar jamás lo que había en su interior: un inmenso y sofisticado laboratorio secreto, artífice de un invento revolucionario. El portal, por dentro, era como todos, también. Un gran cuadro sobre una escena de caza, descolorido, presidía el recibidor. A la izquierda, estaba la garita del portero de aquella comunidad fantasma. Este pequeño recoveco estaba iluminado, tan sólo, por un flexo de vidrio verde que arrojaba una luz tenue y anaranjada. Suficiente para intentar resolver el crucigrama del periódico. También había un transistor, siempre encendido, que sólo emitía radionovelas. Otro misterio, de tantos, en este lugar. En la parte derecha del hall había dos puertas. La más grande y llamativa era de metal. Gris brillante. Era tal su presencia que, con un vistazo, se entendía que ese era el acceso al laboratorio. Para poder abrirla era indispensable pasar el control de retina y de huella dactilar. El arquitecto del lugar, de Pedrajas, era un fan confeso de las películas de James Bond. «Me hacía ilusión ponerlo», comentó un día echando la partida.  La otra puerta era de madera, con un cristal color Duralex en el centro. Daba acceso a las escaleras del edificio y, por tanto y contra todo pronóstico, también al laboratorio, ubicado en la planta baja. Allí, en el sótano, había una inmensa y alargada nave industrial. A los lados, había diferentes mesas y armarios acorazados y rematados en chapa. Al fondo, una gran vitrina aguardaba el mejor invento jamás desarrollado en estas instalaciones. Un artilugio revolucionario, capaz de medrar en los sentimientos más profundos de cualquier soriano. Capaz de darnos calor a los que pasamos el invierno en el 'exilio' y de ofrecernos compañía en los momentos de inmensa soledad en las, también, inmensas ciudades a las que nos vemos obligados a mudarnos tantos y tantos. 
Este elemento, aún vigente, consigue teletransportarnos a los de Soria, estemos donde estemos, hasta nuestra casa de una forma inmediata. Por ejemplo. Quedan pocos días para Navidad. Ves este invento paseando por Zaragoza y ¡pam! Ya casi estás en Valonsadero. Vuelves cansado del trabajo, sales de la batalla que supone el metro de Madrid, ves este artilugio antes de llegar a tu piso de alquiler y viajas de golpe hasta San Saturio. La herramienta es incontestable. Es tal su efectividad que puede arreglar, incluso, las vacaciones de un soriano en la playa. Ese tipo del Calaverón, agobiado por la humedad y molesto por el calor, ve como este invento hace aparición a 600 kilómetros de la Dehesa y todo se le vuelve realmente emotivo. «Mira. Mira ese coche. Lleva la pegatina del caballito. ¡Aquí hay alguien más de Soria!».