Silvia Garrote

JALÓN POR LA VEGA

Silvia Garrote

Periodista


Vida digna, muerte digna

13/03/2020

El derecho a la muerte digna de un ser humano debería ser irrefutable, como también debería serlo el que tenga una vida digna, sea de la longitud que sea. Este planeta, que parece que va a colapsar por una gripe de nada, ni se inmuta ante las muertes de niños por frío en campos de refugiados infames, por las muertes absurdas de personas en guerras olvidadas, por los miles de casos de feminicidios en el mundo por cuestión de género, por las consecuencias atroces del maltrato a la naturaleza, por el goteo incesante de pérdida de vidas en el mar de personas que intentan alcanzar un futuro mejor. Y cuando digo que ni se inmuta, es que ni pestañea. No digamos la importancia que se le da al hecho de que millones de personas estén malviviendo, por una u otra causa: el hambre, la persecución, la falta de oportunidades, la pobreza, los conflictos, el odio… Respetar la vida humana por encima de todo debería llevar aparejada la idea de que esa vida tiene que ser digna al menos, sin más sufrimientos añadidos a los que ya de por sí podemos padecer, como el dolor, la enfermedad o la muerte. Si todos queremos para nosotros eso mismo, tener salud, un techo, un trabajo digno y suficientemente remunerado, amigos, una familia, alguien que nos quiera, diversión, alegría… ¿por qué no queremos eso mismo para todos los demás? La empatía es un sentimiento humano que sólo entendemos bien cuando nos toca, y entonces sí podemos ponernos en la piel del otro y comprender por lo que está pasando. 
Y si la vida debe ser digna, lo mismo ocurre con la muerte. El sufrimiento humano no debería tener ideología. El dolor por la pérdida de un hijo, de un padre, de un ser querido es el mismo en cualquier parte. También lo es el ver cómo sufre una persona cercana. España está ahora más cerca de tener una ley que regule la muerte digna de las personas, con todas las reservas que puedan discutirse en cuanto a garantías legales y médicas, una norma necesaria y absolutamente humana. Todos los que hemos pasado por el difícil trance de perder a una persona cercana después de una lucha incansable contra la enfermedad, sabemos que alargar el sufrimiento es cruel e innecesario. El dolor es el mismo, la pérdida es la misma, pero si se puede acortar de alguna forma el final inevitable, queda un sentimiento de cierto alivio por el descanso de nuestro ser querido. No llego a entender cómo se pueden alegar motivos religiosos para alargar agonía y dolor, nadie querría eso para sí mismo ni para alguien cercano. 
No se está hablando de matar a una persona contra su voluntad, sino, precisamente, de hacer que se cumpla su deseo previamente expresado de morir con dignidad cuando se tenga una enfermedad grave e incurable y el sufrimiento físico y psíquico sea insoportable, y todo ello con supervisión médica. Así ocurre en otros países, en los que, incluso, se va más allá. En Holanda, por ejemplo, se ha comenzado a debatir la muerte asistida de personas mayores que se han cansado de vivir. Aquí plantear algo así sería un anatema, pero si se piensa fríamente, si pudiéramos ponernos en la piel de una persona mayor que ha tenido una vida plena y que, con total libertad y racionalidad, quiere decidir morir sin dolor y en la manera que elija en vez de esperar a que la suerte decida un final incierto, quizá más de uno lo firmaríamos. Al fin y al cabo, se trataría de una elección consciente de dignidad, es decir, un privilegio humano.