César Millán

César Millán


Estado de crispación

24/12/2021

Suele ser común que a finales del último mes del año andemos todos un poco más acelerados de lo normal. Como si hubiese que acabar aquellas cosas que se han ido postergando a lo largo de los últimos once meses medio. Aunque es más que probable que las fechas que se aproximan tengan algo que ver: reuniones, regalos, loterías y un buen número de cosas que son propias del mes de diciembre.
 A nadie se le escapa que este año, además, hay que añadir el varapalo que supone la incidencia de la pandemia que creíamos aparcada, los asuntos económicos que antes que enderezarse se van resintiendo, amparados en la continua subida del recibo de la luz, y la tensión que nos trasladan un día sí y otro también los diferentes representantes de los partidos políticos.  Así que a dicha aceleración hay que sumar un estado de crispación  que no solo rompe el trato cotidiano, sino que nos impide disfrutar de lo que tenemos más cerca. Sí, está claro que quien tiene problemas de salud, económicos, laborales o personales, tiene una carga lo suficientemente pesada como para no prestar atención a nada más. Pero, ¿y el resto? Aquellos que podemos decir gozamos de cierta tranquilidad (está claro que en estos tiempos es muy diferente a la que nos habíamos acostumbrado), ¿por qué nos empeñamos en ver siempre lo negativo? En cargar la responsabilidad siempre sobre los demás.
Por supuesto que escuchar, leer o ver las noticias es un desafío hasta para los más optimistas, que nuestros gobernantes (me da lo mismo las siglas que los amparan) pierden su esfuerzo en desgastar al contrario en vez de luchar por los principios que suelen enarbolar cuando las campañas electorales se aproximan. Pero es que a nivel individual tampoco hacemos un esfuerzo para que las cosas mejoren, hemos olvidado la paciencia, la educación y la tranquilidad, para dar paso a las prisa, la alteración y la falta de civismo. Y esto, en una ciudad y una provincia como Soria, se nota mucho más, como si quisiésemos emular el carácter de aquellas ciudades que, por su elevada población, han ido perdiendo su esencia. Andamos todo el día suspirando por todo aquello de lo que carecemos y somos incapaces de disfrutar de lo que tenemos al alcance de la mano y muchos ansían por conseguir. No, no hablo de esa tranquilidad que encuentran y alaban los turistas y que es muy apetecible uno, dos o tres días. No, hablo de la naturaleza que nos rodea, el arte y la cultura, de la comodidad de una ciudad donde no existen distancias y todo es asequible, de los guiños de quienes nos encontramos a diario y aquí sí podemos reconocer.
Y por si fuera poco nos esforzamos mucho, quizá demasiado, en exigir a los demás (Valladolid, Madrid, Bruselas,…) que nos solucionen nuestros problemas (no niego que algunos estén en sus manos), sin unirnos lo suficiente para lograr aquellas cosas que sí están en nuestra mano. Es muy fácil arreglar las cosas desde la barra del bar (con todo el respeto que estas se merecen) y luego no ser capaces de, cuánto menos, reconocer el esfuerzo de aquellos que se ponen manos a la obra. Seguramente se nos ha olvidado el espíritu de nuestros mayores, aquel en el que lo más importante y trascendente era, por encima de todo, VIVIR.