Laura Álvaro

Cariátide

Laura Álvaro

Profesora


Desafíos del turismo

08/10/2023

Si tuviera que definirme a través de un hobby, este, sin duda, sería viajar. Cierto es que esta afición -o, más bien, esta manera de entender la vida- ha ido evolucionando, y la idiosincrasia de rutas y destinos se va adaptando a las distintas fases vitales por las que voy pasando. Pero todo ello con un anhelo común: seguir descubriendo mundo, experimentando y conociendo el abanico de diversidades sociales, culturales y naturales del que se compone.
No obstante, en los últimos tiempos, no son pocos los mensajes que recibimos oscureciendo la magia de los viajes. Desde la gentrificación provocada por el turismo, lo contaminante de los vuelos, la masificación en los destinos o los comportamientos de viajeros y viajeras allá donde van, que lejos de respetar lo que encuentran, amenazan con una presencia etnocentrista en la que se cuestiona todo aquello que no les resulta familiar. A todo ello se le añade un concepto que yo he descubierto recientemente: la foodificación, es decir, una oferta culinaria local cada vez más estandarizada -para adaptarse a los gustos y las necesidades de visitantes- perdiendo en identidad. Todo ello con unas consecuencias medibles: incremento del precio de la vivienda; requerimiento de más servicios públicos -a veces incluso, inabarcables por las administraciones de los municipios de reducido tamaño-; ausencia de cuidados del medio ambiente, o incluso falta de respeto por la población local y su forma de existir. 
Ríos de tinta se han escrito al respecto. Y es que el turismo es la principal fuente de riqueza de nuestro país, por lo que ponerlo en cuestión hace honor a aquello de morder la mano que te da de comer. Sin embargo, siendo las consecuencias tan evidentes, ya nadie se atreve a negar que es necesario una revisión y una reconversión hacia un turismo más sostenible, es decir, un turismo que respete el entorno y las personas que viven en él. 
No hace falta alejarse demasiado para entender lo que supone acoger a los veraneantes. Y es que, recién finalizado el periodo estival -y con nuestros pueblos de nuevo vacíos-, solo hace falta echar la vista atrás unas semanas para tomar conciencia de los esfuerzos extras que las administraciones deben hacer para atender las necesidades de una población que se incrementa exponencialmente un par de meses al año. En la provincia, esta realidad es motivo de alegría y de alivio -un soplo de aire fresco a la despoblación predominante durante la mayoría del año-, pero en la geografía nacional son ya muchos los pueblos y ciudades en los que el turismo supone un problema a atajar.
La pandemia nos hizo experimentar lo que suponía estar encerrados y no poder movernos libremente, por momentos incluso ni tan siquiera por nuestra comunidad autónoma o nuestra provincia. Y esto incrementó las ganas de viajar, de manera que desde entonces -y a pesar de la inflación económica que estamos viviendo en los últimos años-, la movilidad se ha disparado, para bien y para mal. En mi caso, desde la perspectiva de la que viaja -y no de la que recibe turismo- me cuesta renunciar al que es, sin duda, mi inversión de tiempo preferida. Pero comprendo la necesidad de revisarnos -revisarme- para encontrar la forma de viajar más respetuosa y consciente posible con el destino que me acoge temporalmente.