Loli Escribano

SIN RED

Loli Escribano

Periodista


Tabúes

30/10/2020

Vuelve el día de Todos los Santos. Aunque los españoles cada vez somos menos practicantes (solo hay que echar un ojo a las iglesias y confesionarios); los cementerios se siguen llenando el 1 de noviembre del colorido de las flores y familias. Imagino que este año, con los protocolos saltando de tumba en tumba, de lápida en lápida; aún estarán más concurridos. En los últimos siete meses, la muerte ha llamado, sin avisar, a la puerta de muchas casas y se ha alojado en ellas sin permitir una despedida a la medida que cada cual necesita. Este 1 de noviembre será utilizado por los más creyentes y religiosos para intentar llenar los vacíos que les han dejado los funerales, enterramientos e incineraciones con un máximo de tres personas. Este año, más que nunca, la muerte nos reta en este día de Todos los Santos con la sombra redondeada del coronavirus, tan violenta y voraz, que a los sorianos nos dejó noqueados en la primera oleada. 
Sigue siendo la muerte un tema tabú; como lo son cáncer, sexo, indigencia o bandera. Odio los eufemismos del tipo «el día que me vaya», «que la tierra le sea leve» o la famosa «larga enfermedad» para referirse al cáncer. Tenemos un idioma maravillosamente rico como para andar pelando la pava con eufemismos. Hay tanto tabú que, incluso, si aludes a la muerte, enseguida alguien te manda callar, porque da mala suerte. Como si nos fuéramos a quedar aquí para siempre si omitimos este vocablo. Pero si hay algo de la muerte que me sigue haciendo pensar, es esa intromisión que hacemos en la vida del fallecido. Me resulta una violación absoluta de su intimidad. Y no me refiero a la parte material del reparto de la herencia. Me refiero a esa labor que asume algún familiar del finado de revisar sus bolsillos, sus cajones, sus perfumes y cremas, su cartera, su joyero. Entrar en ese espacio íntimo de quien ya no es pero que hasta hace un suspiro, fue. No soy nada morbosa y como soy de las que asumo la muerte como algo tan natural como el nacer, a veces pienso quién se encargará de recoger mis cosas el día que yo muera. Qué harán con ellas. Si despertarán algún recuerdo en alguien. Si se sorprenderán. Si las sortearán. Si llorarán. Si se escandalizarán. Pienso, por ejemplo, qué harán con la cantidad de archivos que hay en el ordenador en el que ahora escribo. Con las fotos que guardo. Con mi móvil y su agenda de teléfonos tan voluminosa y curiosa. Es lo más valioso que tenemos los periodistas, nuestra agenda telefónica. Desde el punto de vista del heredero, es una tarea dolorosa la de enfrentarse a la vida que el fallecido ha dejado en los posos materiales de una casa. Desde la perspectiva del muerto, porque aunque ya no tenga vida sigue vivo en su legado, se trata de una intrusión en su privacidad más estricta.  Eso sí que es tabú.