Loli Escribano

SIN RED

Loli Escribano

Periodista


La prueba del árbol

29/01/2021

Con el cierre perimetral y el toque de queda a las ocho de la tarde, los pobres y los ricos se están igualando. Las restricciones se han convertido en el rasero que los pone al mismo nivel. Antes solo los ricos tenían coche. Hasta que apareció el seiscientos para que los pobres no se sintieran tan pobres. Antes solo los ricos se iban a esquiar, los pobres se conformaban con tirarse bolas de nieve en el barrio si le daba por nevar y la chavalería se deslizaba sobre cartones como si fueran trineos. Antes solo los ricos veraneaban en San Sebastián, luego en Marbella. Los pobres se iban unos días al pueblo, si es que tenían pueblo. Fueron los ‘jodeollas’ hasta que la opción de ir a Benidorm, Salou o Peñíscola les alejó de esos estíos rurales. Gracias a la Covid, ricos y pobres podemos hacer prácticamente lo mismo dentro de nuestra provincia y dentro del tramo que va de las seis de la mañana a las ocho de la tarde. 
Ya lo decía Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, «y llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos». La idea de que la muerte nos iguala se ha quedado trasnochada a la vista de que es la pandemia la que nos pone al mismo nivel: no viajen, no salgan, no se relacionen, no se toquen, no se besen, no se acaricien, no se emocionen, no respiren ni, mucho menos, lancen aerosoles. Y ricos y pobres acatan, sanción de por medio, de igual a igual. Quizá la única diferencia es que los ricos encargan la cena a domicilio para ayudar al sector hostelero mientras los pobres se fríen un huevo o, si son de los que prefieren cuidar la salud, se toman un yogur desnatado y una mandarina o una naranja que tiene mucha vitamina C y sirve para dar esquinazo a los catarros (a la Covid aún no se sabe, de hecho no se sabe casi nada).  Mi padre contaba que los Reyes siempre le traían unas naranjas y algunas nueces. En esos tiempos de la postguerra recién iniciada sí que se soportaban restricciones, aunque como somos ñoños y quejicas, nos pensamos que esta crisis sanitaria es casi tan salvaje como las plagas divinas: las ranas, la muerte del ganado, la lluvia de granizo y fuego o la de langostas. La primera vez que en clase de religión nos contaron que Dios castigó a Egipto con una lluvia de langostas, yo, aunque pertenecía a familia pobre, lo entendí como un regalo, porque tenía oído que las langostas eran un alimento delicioso que se tomaba en las casas de los ricos. Cuando tiempo después descubrí que eran saltamontes, ya no me impactó tanto, porque la primera impresión es la que queda. La misma impresión que sientes cuando abres la puerta del coche y la estampas contra el árbol que no viste al aparcar. Qué importante es hacer la prueba del árbol, la que sirve para comprobar que, hasta con pandemia, te queda hueco para salir; aunque sea de lado.